El Dr. Roberto Ítalo Tozzini viaja por la famosa ruta de los vinos francesa.
Nuestro viaje del año 2000, concluyó en una hermosa región del este francés, la Alsacia que se extiende sobre la margen occidental del Rhin hito fronterizo entre dos naciones poderosas. Esta proximidad Alemana ha determinado que el valle cambie varias veces de nacionalidad a lo largo de la historia y en consonancia con las guerras de Francia con su importante vecino. Alsacia junto a Lorena es actualmente francesa, pero en varios sitios, se conservan aspectos de las costumbres y el idioma alemán. Del blend de ambos países ha resultado una gran riqueza cultural.Este extenso valle se extiende norte-sur entre una cadena de montañas por occidente y el gran río por el este, mostrando dos hechos distintivos: por un lado, la ciudad de Strassburgo, donde funciona la sede del Parlamento Europeo, el Tribunal Europeo y el Consejo de Europa y por otra parte, en las laderas tapizadas con viñedos, se desarrolla una de las llamadas “ ruta del vino”, con los afamados Riesling y Pinot blancos y tintos , pero sobretodo blancos, que la región produce.
Petit France
En esta oportunidad y desde el aeropuerto de Frankfurt, donde alquilamos un auto, nos dirigimos por las rápidas autopistas alemanas, hasta cruzar el Rhin a la altura de Strassburgo. Nuestro destino correspondía al casco viejo de la ciudad, conocido como la Petit France y el hotel reservado, “El Regente”, allí estaba situado, pero aún se encontraba rodeado de fuerzas policiales, porque el presidente francés Chiriac acababa de abandonarlo, luego de asistir a una de las reuniones del Parlamento, debiendo esperar en los alrededores para que se distendiera el ambiente y pudieran alojarnos.



Petit France es el viejo corazón de la ciudad, que conserva su aspecto un tanto medieval, con sus calles de empedrado grueso, sus múltiples vías de agua (canales del río Rhon), sus ruedas de molino, sus puentecillos adornados con flores, sus grandes casonas características, su ambiente tranquilo.




El endiablado tránsito automotor de ese momento, se filtraba en el laberinto de sus pasajes angostos mientras una masa turística deambulaba al parecer desorientada, sin veredas protectoras, entre callecitas retorcidas y los múltiples canales. Muchos caminaban para apreciar esos lugares deliciosos y otros iban buscando el premio mayor: la catedral de Strassburgo.



También los visitantes recorrían el lugar en modernos lanchones que se filtraban por las redes de agua que recorría la antigua población. Nosotros, luego de alojarnos, fuimos también en dirección a la catedral, pasando primero por una magnífica plaza, la de Gutemberg, ocupada en su centro por la escultura en bronce del inventor de la imprenta y rodeada por una masiva edificación con la grandiosidad y estilo del 1800. A los lados, proliferaban negocios y restaurantes adornados con plantas y flores, mesitas en la calle y sombrillas rojas y en ese caminar, casi de improviso, por la calle Merciere, damos con la imponente fachada occidental de la iglesia, de casi 70 metros de altura, que luce un gran rosetón de tallado exquisito sobre el portal de ingreso, y múltiples figuras realizadas en un mármol con destellos rosados. También abruma por su riqueza estética, la portada de Saint Laurent y el portal del sur. Estamos ante Nuestra Señora, “La Rosa” de Strassburgo.


De riguroso estilo gótico, la basílica comenzó a construirse en el siglo XII, después del incendio de la primera iglesia. Su torre única, de terminación espiralada, alcanza los 142 metros de altura y parece una aguda lanza que apunta hacia el cielo. Su enorme presencia sobrepasa ampliamente los tejados de los edificios que la rodean, de tal manera que, vista en perspectiva, parece que la enorme catedral flotara en el aire, por sobre los techos vecinos. En su momento, fue el edificio más alto de Europa. En cuanto a la segunda torre, la del lado sur, faltaron los fondos y nunca se llegó a construir. La plaza que la enfrenta es relativamente pequeña por lo que resulta todo un desafío buscar perspectiva adecuada para obtener una foto que incluya tamaña construcción.
El interior, apto para gigantes, tiene hermosos vitraux y al costado del altar, se ve un famoso reloj astronómico de unos 10 metros de alto, con juegos musicales junto a una bellísima columna adornada con figuras celestiales, conocida como “el Pilar de los Ángeles”. La talla del “Huerto de Getsemaní” es otra obra maestra incorporada a la iglesia en 1667.


La Strassburgo moderna
Fuera del casco antiguo y sus canales donde según se dijo, proliferan las embarcaciones con recorridos turísticos, Strassburgo es una ciudad vital y pintoresca, con grandes plazas y avenidas, numerosas calles peatonales, un importante comercio y un excelente sistema de transporte urbano con trenes o tranvías eléctricos de agradable aspecto y muy confortables.


En una de sus grandes plazas se ve un interesante edificio de aspecto medieval colmado con banderas. Estamos frente a la sede del Parlamento Europeo, el gran experimento del viejo continente, para derribar fronteras y suprimir las guerras imponiendo incluso una moneda única de circulación general. ¡Una gran apuesta hacia el futuro!

La historia de la ciudad registra un hecho poco conocido: Strassburgo fue la cuna del himno revolucionario francés. Aquí se escribió y entonó por vez primera, los cálidos versos “a los hijos de la Patria” antes que los adoptara Marsella como la canción arrolladora que barrió con el reinado de Luis XV y la monarquía en general. Una perlita.
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Selestat
Sólo dos noches permanecimos en el “Regent” de la Petit France, para continuar por la ruta de los vinos hacia una pequeña y tranquila población, Selestat. Allí nos esperaba para completar la semana, una vieja abadía reacondicionada como muy confortable hotel, “La Pommeraie”.
Imponente construcción de piedra y madera, con sus pisos de tablas que crujían a nuestro paso y un entorno con motivos valiosos que hablaba de los siglos transcurridos. Una señora nos guió a un segundo piso para acomodarnos en un amplio dormitorio con muebles decorados, y un rústico balcón que daba a un bonito jardín interno. La antigua abadía formaba parte de la historia del pueblo, atildado, quieto, casi perezoso; de casas cuidadosamente pintadas, con techo a dos aguas y tirantes de madera obscura que cruzan el exterior de sus paredes al estilo alemán.



Las plazas lucen pulcras, ordenadas, con fuentes de agua cantarina que refresca el ambiente y flores en los balcones, macetas y frentes. Arriba, junto a las chimeneas, se observan grandes nidos y figuras aladas que parecen adornar los viejos techos. Pero tales figuras no son de porcelana, granito o hierro, esas formas estilizadas tienen vida, se mueven con parsimonia, agitan sus alas y abren sus picos; ¡son cigüeñas! Y están por todas partes. Es que Selestat resulta la verdadera capital mundial de las cigüeñas.






El tiempo se deslizaba aquí lánguidamente, a cuentagotas, con una armonía interior inducida por la paz y la tranquilidad que se respiraba en el aire. Las mañanas eran luminosas y estimulantes, con la frescura del jardín cuajado de amapolas, donde desayunábamos y los atardeceres, fueron tibios, bañados en los tonos dorados del sol poniente.



En la noche, la Pommeraie se vestía de fiesta para su función principal. Se encendían todas las luces de sus candelabros y las ampulosas arañas con caireles de cristal, brillaban con mil destellos blancos rojos y azulados. El montaje de la cena estaba por comenzar y un ejército de mozos y mozas vestidos de etiqueta distribuían con estudiada elegancia el menú preparado. Las ollas humeantes que ocupaban enormes bandejas de plata, se destapaban simultáneamente a la vista de los huéspedes, esperando su reacción aprobatoria y los alimentos se distribuían en los platos de metal con un sentido artístico, minuciosamente elaborado. ¡Y la ceremonia del vino! El conocedor (sommelier) descorchaba la alargada botella de Riesling del lugar, inspeccionaba el corcho extraído y con precisión de experto, vertía algunas gotas del néctar en la copa de cristal. Cada vino a cada copa y cada plato, con su vino correspondiente; la metodología es complicada para los novatos, pero el resultado, delicioso en términos de humor y paladar. ¡Memorables las cenas de la Pommeraie!
Durante las horas del día, recorremos con el auto la zona que es por demás interesante. Nos dirigimos casi siempre hacia el sur, a lo largo del valle que cursa paralelo a la cadena de montañas. Del camino pavimentado, surgen salidas de rutas secundarias que serpentean hacia las faldas rocosas, donde pueblitos ignorados tienen su espacio atemporal al abrigo de algún ruinoso castillo y del campanario de una iglesia. Los viñedos cubren el lugar y bodegas pequeñas o importantes, elaboran el exquisito vino blanco seco Riesling y otros más dulces, de cosecha tardía denominados Vendajes Tardives.
Entre Colmar al sur y Rosheim al norte se encadenan un rosario de poblaciones montañesas, tuteladas en su momento por los señores del castillo y ahora por sus descendientes transformados en grandes bodegueros o bien por los monjes de alguna abadía. Los pueblitos son encantadores, sus calles adoquinadas y en la fecha que fuimos se veían por doquier grandes cestas con flores.
Pocos kilómetros más al sur se encuentra Colmar, la estación final y principal de las poblaciones que cierran por el sur esta “la ruta de los vinos”. Colmar en sí, es fascinante, con una construcción salida del pasado y preciosista. Las fachadas de las grandes casas presentan molduras, figuras y relieves, elegantes balcones con sus infaltables flores, rejas, farolas y carteles de hierro artísticamente torneados Cada nueva calle sorprende con la riqueza y colorido de las construcciones. Recuerdo, por ejemplo, el hermoso edificio de la Maison du Tetes, donde comimos unos riquísimos caracoles; el interesante museo de Unterlinden que visitamos (viejo monasterio con tilos, de allí el nombre), con magníficos cuadros y tallas religiosas y un insuperable retablo pintado por un eximio artista del siglo XVI, Matías Grunewald, que es considerado actualmente como una de las obras más sublimes en su género. A pocas cuadras, se encuentra la basílica St. Martin del siglo XIII con bonitos vitraux y al lado otra iglesia muy visitada por exhibir la famosa pintura “La virgen y el rosal”, del pintor local Schongatter.










La ciudad es un centro de atracción turística y legiones de visitantes ocupan todos los espacios. Por ello en el resto de la tarde cumplimos con nuestra recorrida, por cierto muy agradable, y luego, al anochecer retornamos al estacionamiento, por fuera del ejido urbano, para regresar a la placidez de Selestat. En Colmar, los automóviles no pueden circular por el casco viejo de la población que es toda peatonal. Y si al salir, se toma la ruta que va hacia occidente, nos hubiésemos dirigirido a las colinas de los Vosgos, tapizados con viñedos, que marca el inicio de esta famosa ruta ya señalada, recorriendo un sinfín de bodegas. Todos los bodegueros realizan su gran feria anual en esta ciudad de Colmar y siempre en los meses de agosto. Como anochecía, preferimos ir hacia el norte y regresar a Selestat.
Agotada la semana, devolvemos el auto en el aeropuerto de Frankfurt y, siguiendo una rutina anual, emprendimos al anochecer nuestro vuelo a Ezeiza en las alas gigantes del pájaro alemán.
