Las majestuosas construcciones medievales y renacentistas del Val del Loire, patrimonios de la historia francesa, son descriptas en la crónica del Dr. Roberto I. Tozzini.
Terminado el descanso en el sur de España, volamos a París para dirigirnos al Congreso Europeo de Esterilidad. Desde el enorme aeropuerto de de Gaulle, salimos en automóvil de alquiler, rumbo al sur, hacia la localidad de Tours. Esta tranquila y pequeña ciudad estaba desbordada por los casi 3000 inscriptos al Congreso y, tal como me lo advirtieron, resultaba imposible conseguir otro alojamiento aceptable. Así que al rechazar luego de la primera noche el moderno hotel que teníamos por su lastimosa ubicación sobre una autopista, utilizamos una reserva preventiva en una población vecina y terminamos alojándonos en un impactante castillo, que más adelante describo.El Congreso se desarrollaba en un moderno edificio, el Centro Internacional de Convenciones Vinci, ubicado en pleno centro de la ciudad, lo que, sumado a la distancia que debía recorrer para llegar a Tours, me significaba casi una hora de ida y regreso. Lamentablemente esto se da con cierta frecuencia en las reuniones de las Sociedades médicas europeas, que eligen bonitas ciudades de pequeño tamaño pero sin la hotelería disponible a una distancia razonable. Algunos participantes a este Congreso, terminaron alojados a casi 100 km del lugar, lo que constituye un despropósito y hace añorar los grandes hoteles americanos donde todo tiene lugar en un mismo sitio, alojamiento y reuniones científicas. A falta de comodidad adecuada para asistir a las conferencias, dedicamos parte del tiempo a recorrer las poblaciones del Loire, que en verdad son de las más bellas de Francia.
Los castillos y monasterios del Loire
Esta zona fértil, de frondosos árboles, verdes praderas y suaves colinas, está cruzada por una rica red de ríos, precisamente el Loire y sus numerosos afluentes, como el Cher, el Indre, el Vienne, el Sauldré de su margen sur y el Cisse, el Authion, el Erdre, y muchos más que se suman al cauce desde el norte. Comarca apacible, bucólica, cuna de reyes, tierra gobernada por mujeres famosas que contribuyeron decisivamente a la planificación de los regios castillos en que habitaron; suelo feraz, el jardín y el granero de Francia, fuente de vinos blancos, tintos y rosados de reconocimiento internacional y de licores famosos como el Quantreau.
Aquí surgieron poetas y escritores como Francisco Rabelais, nativo de Touraine, con sus famosas aventuras de Gargantúa y Pantagruel; Ronsard, el príncipe de los poetas franceses, René Descartes con sus escritos de lógica y filosofía y sobretodo el gran Balzac, nacido en Tours que nos ha legado su monumental obra literaria, la Comedia Humana. Más recientemente, es probable que Marcel Proust buscara en la luminosidad de las orillas del Loire, las cosas del pasado en su “Búsqueda del tiempo perdido”. Además, Juan Jacobo Rousseau, vivió y escribió en Chenonceau, Voltaire en Suly y hasta el gran Leonardo da Vinci trabajó en Amboise, donde murió en 1519.
La pléyade de grandes castillos que sobrevivieron a sus dueños no son sino los magníficos testigos de esa etapa irrepetible de la historia, que cabalga entre la Edad Media y el Renacimiento que, al fuego lento de las guerras e intrigas palaciegas, opuso a dos familias poderosas, los Plantagenet y los Capetos, para dar nacimiento a la nación francesa. Estos últimos se sacudieron el dominio del ejército y reyes ingleses durante la guerra de los 100 años apoyados en el heroísmo visionario de Juana de Arco- inmolada en esa lucha- y seguido años después, por la opulencia de los Valois y los Borbones. Por ello, recorrer estas magníficas construcciones es más un viaje por la historia, que la admiración despertada por el lujo de sus grandes salones. Así trataré de expresarlo.
Chateau D´Artigny
Nuestro primer contacto con los Chateau fue en una bella población a 40 Km de Tours, el chateau D´Artigny, airoso palacete campestre que elevaba su armónica estructura en medio de un cuidado jardín y una densa arboleda. Ahora era un lujoso hotel renombrado en la región por la calidad de sus comidas. Aprovechamos las tres noches de estadías para matizar mis idas al Congreso con las visitas a los castillos.



Fiel a nuestras costumbres, no masificamos el recorrido y como teníamos algún tiempo libre, optamos por conocer sin prisa tres castillos representativos de la parte oriental del Loire. Más de una docena quedaron para después, si con suerte y salud podíamos regresar en el futuro próximo (el futuro lejano ya nos es inaccesible). Ello ocurrió en el 2017, eligiendo a Nantes como punto de partida para el recorrido de grandes Chateau de la parte final u occidental del río, próximo al delta de su desembocadura en el mar.
Chateau de Azay – Le Rideau
El chateau de Azay – Le- Rideau fue nuestra primera elección. Cerca de Tours, está recostado lánguidamente sobre las orillas del Indre –en cuyas aguas incursiona-, y el nombre del lugar deriva del caballero que fue el dueño de la zona y construyó el primer castillo para su defensa. Luego de una masacre en 1418, cuando el futuro Carlos VII fue insultado por los guardias del lugar y éste en represalia, ejecutó a los 350 soldados de esa guardia y quemó y destruyó a toda la población, las ruinas del castillo fueron adquiridas cien años más tarde por uno de los ricos financistas del rey, y su esposa, Filipa Lesbia, se encargó de dirigir las obras de lo que sería una exquisita mansión terminada en el 1527.



Luego de una comprensible sucesión de dueños, en 1905 el Estado francés adquirió la propiedad para su conservación. El Chateau es una de las gemas del Renacimiento local. Menos grandioso que Chenonceau o Chambord, el equilibrio y la elegancia de sus líneas, su consubstanciación con la naturaleza que lo rodea, su emergencia casi sobrenatural de las aguas plácidas del un afluente del Indre, lo vuelven único y maravilloso. La belleza y placidez del lugar, las flores del parque y los viejos árboles del bosque vecino, configuran una pastoral inolvidable. Con algunos elementos góticos, Azay es básicamente una construcción moderna en sus interiores luminosos y en el confort de sus ambientes. Las torres de sus cuatro esquinas, con sus techos cónicamente aguzados, son elementos decorativos, desprovisto de un sentido bélico de defensa. Sus salones son lujosos, con una gran escalera central y una espléndida colección de tapices del siglo XVI y XVII.



Esta joya de la arquitectura francesa, amerita una descansada contemplación, por lo que almorzamos en la vecindad para recorrer a la tarde, sus avenidas con flores y sus bosquecillos refrescantes.
Chateau de Villandry
En la cercanía de Rideau, se levanta otro castillo famoso, pero lo es más por su inigualable parque que por la importante construcción en sí. Me refiero al Chateau de Villandry. Fue el último de los castillos renacentistas construidos sobre el Loire y presenta algunas singularidades, como su plano en U con ambientes rectangulares, sin las clásicas torres circulares, excepto la propia del antiguo castillo, robusta y maciza, de terminación almenada, que ha sido incorporada a la propia fachada, como elemento de validez histórica y ornamental. Se edificó en el 1500 por Jean Le Breton, secretario de Estado de Francisco I. En 1906, Joaquín de Carballo, un español, compró la propiedad y fundó la Asociación de Casas Históricas Francesas, buscando restaurar estos magníficos edificios a su estado original. El interior de la mansión fue amueblado y decorado al estilo andaluz español, con ambientes luminosos y una interesante colección de pintores españoles de los siglos XVI a XVIII. Uno de los salones muestra un techo mudéjar del siglo XIII, traído de Toledo, así como numerosos motivos ornamentales moriscos.

Ya se dijo que la principal atracción son sus jardines insuperables. Los dibujos geométricos, los arabescos increíbles, la disposición artística de setos de plantas y flores, las fuentes, las vías de agua con sus puentecitos, canales y cascadas; las terrazas a distintos niveles, la simetría y el equilibrio magnífico de estos trabajos de jardinería, tornan a este parque en una excelsa obra de arte. Existen tres terrazas sucesivas: la más alta, el jardín del agua que incluye una fina capa de agua actuando como reservorio, la terraza media, constituye el jardín de las flores, con diseño de grupos florales que representan alegorías del amor, la música y distintos tipos de cruces cristianas; finalmente, la terraza inferior, el jardín de las plantas o de la cocina, con una increíble riqueza ornamental que armoniza un conjunto multicolor de vegetales y árboles frutales dispuestos en nueve cuadrados enmarcados por paredes de ligustro. Pérgolas cubiertas por enredaderas floridas y vides y la capilla romanesca de la población vecina, configuran un escenario placentero y lánguido para las tardes de estío, como la que tuvimos la fortuna de disfrutar.






Chateau de Chenonceau
Sin duda, la principal perla de la corona, en cuanto a los castillos visitados, fue Chenonceau. Chenonceau es único por su historia y estructura formidable. Esta hermosa mansión se extiende como un puente sobre el Cher, en perfecta armonía con el verdor de sus parques, sus grupos florales, sus árboles y plantas, y la corriente del río que se desliza entre sus cimientos. Su construcción, que se inició en 1513, evolucionó durante 400 años con los estados de ánimo, los gustos, las modas y la personalidad de las distintas mujeres que fueron las dueñas sucesivamente, como esposas, amantes, reinas o viudas de quienes dispusieron su construcción y engrandecimiento.
Catherine Briconnet, esposa de Bohier, recolector de impuestos de varios reyes de Francia, fue quien se encargó de la construcción, plasmando sus propios gustos e ideas en la gran mansión. Veinte años después, acosado por deudas, este personaje transfiere la propiedad al rey Francisco I quien la utiliza como coto de caza.
Pero la gran aventura del castillo comienza a mediados de ese siglo XVI, cuando Enrique II, ahora en el trono, cede Chenonceau a su amante de toda la vida, la bella y enérgica Diana de Poitiers. Ella le dio un impulso extraordinario a toda la propiedad, organizó sus jardines y la explotación de las tierras, extendió el edificio mediante un puente hasta la ribera norte del río y embelleció salones y dormitorios con su refinado buen gusto. La influencia de Diana sobre el rey fue siempre abrumadora, llegando éste a usar luto por la muerte del primer esposo de Diana y para humillación de la reina Catalina de Médici, ella dirigió la educación de sus propios hijos, mediante sus directivas al rey. La situación sufre un cambio radical, cuando Enrique es herido y muere en un torneo de caballeros en 1599. Catalina de Médici, ahora Regente, toma venganza de su rival y la obliga a abandonar Chenonceau, instalándose ella misma en el castillo y produciendo modificaciones sustanciales sobre el mismo. Además, la reina, afecta a la fastuosidad y magnificencia florentina, supo organizar fiestas memorables, que incluían fuegos artificiales, batallas navales sobre el río vecino, con una multitud de servidores que disfrazados de sirenas, ninfas y sátiros daban la bienvenida a los regios invitados. Francisco II y Mary Stuart y más tarde Carlos IX, participaron de tales reuniones y los desmedidos agasajos configuraron un preludio de los grandes enfrentamientos sociales que tendrían lugar un siglo después.
Siempre en el ámbito real, el castillo pasó a la nuera de Catalina, Luisa de Lorraine, esposa de Enrique III. Luego del asesinato de su esposo, Luisa, como viuda inconsolable, se recluyó en Chenonceau, llevando ropas blancas de luto y cubriendo sus muebles con terciopelos y tapizados negros hasta su muerte, que ocurrió muchos años después.
De Luisa, el Castillo pasó a ser propiedad de su sobrina, Francisca de Lorraine, cuyo suegro era el famoso Enrique IV y, tras un breve lapso, a madame Dupin, mujer intelectual, rica y amiga de filósofos y artistas, que volvió a dar vida a los ensombrecidos salones del castillo. Como tutor de su hijo, vivió varios años en Chenonceau Juan Jacobo Russeau, escribiendo allí “Emilio” y sus “Confesiones”. A su muerte, madame Dupin fue enterrada en el parque de la mansión, que sobrevivió sin destrozos a la Revolución, ya que su dueña supo granjearse en todo momento el afecto y admiración incluso de los habitantes de la villa vecina y sus trabajadores.
La última mujer a cargo del castillo, fue madame Pelouze, que lo adquirió en 1864 y se dedicó a su restauración para devolverle su antiguo esplendor. En la actualidad, al parecer, continúa en manos privadas, aunque el turismo es hoy el medio principal para el mantenimiento de ese retazo de la historia francesa y una de sus construcciones más gloriosas. Seguramente, en la embriaguez de sus fiestas y en la intimidad de sus alcobas, cuántos proyectos, alianzas y favores se habrán atado y desatado durante el curso de los años, modelando buena parte de la historia política y económica de Francia.
Con esta enorme carga de información sobre nuestras espaldas, ingresamos al castillo por una larga avenida limitada por elevados y añosos árboles, cuyas copas se cierran en lo alto, constituyendo un túnel vegetal. Saliendo al parque, donde se aprecian la Carátides que fue colocada en la fachada por Catalina de Médici y removida después por madame Pelouze, enfrentamos la imponente construcción del castillo constituida por la antigua torre cilíndrica original, que culmina en una cúpula cónica mayor de color pizarra junto a otra torrecita menor adosada. Hacia atrás y a la izquierda, se desarrolla la mole imponente de la gigantesca mansión, que une a su maciza presencia, la elegancia exquisita de sus torres aguzadas en sus cuatro ángulos, su techo de pizarra, sus aberturas finamente trabajadas y su curiosa extensión sobre el río constituyendo, a la vez, una suerte de puente sin modificar su estilo arquitectónico. Un verde parque y avenidas de flores, enmarcan este conjunto excepcional.




Cruzando el acceso, se ven hacia la izquierda el parque italiano obra de Diana de Poitiers y a la derecha, el de la Reina Regente, rodeado por grandes árboles. Ya en la explanada de ingreso, pasamos por la vieja torre del castillo, donde se leen las iniciales “TBK” que significan, “Thomas Bohier y Katerina” y finalmente ingresamos en el Chenonceau actual. En la planta baja la decoración y el mobiliario están de acuerdo con las expectativas con bonitas pinturas y tapices flamencos del siglo XVI. Recuerdo, por su importancia, el dormitorio de Diana con una enorme estufa u hogar de mármol blanco que llega hasta el techo, con tallas de ninfas y leones que enmarcan la pintura de su bella dueña. Y la gran galería que se corresponde con el puente sobre el Cher, de 60 metros de largo con su piso reluciente en mármol blanco y negro En el piso superior, estaban los aposentos de Catalina y los ambientes lucen con importantes estatuas de emperadores y patricios romanos en mármol de carrara, así como excelentes pinturas y finos Gobelinos. La visita se completa con un recorrido por los impecables jardines cuajados de flores, el descansado verdor del cuidado césped y una buena comida en el restaurante del castillo.


Aquí finaliza nuestra primera recorrida por ese extraordinario legado que dejaron señores medievales y los nuevos reyes del renacimiento. Además, está inserta en una zona de natural encanto como son los campos de Touraine, Champagne y Anjou, plena de flores, bosques y ríos. Nos despedimos con la alegría y la esperanza de un retorno. Seguimos a Londres, la señorial capital inglesa y desde allí regresamos a nuestro hogar. Una etapa más de nuestra vida viajera se ha cumplido y pocas hojas van quedando en nuestro calendario.


El chateau de Angers
En el 2017 cumplimos el viejo anhelo y retornamos a la zona para completar nuestro conocimiento de chateaus, abadías y conventos. Nuestra primera estación fue Nantes, capital del Loire occidental, cerca de la desembocadura del gran río en el atlántico (St. Nazario) y de las ásperas tierras bretanas. En un entorno mucho menos bucólico que el presentado en la primera visita, con GPS hablando para guiarnos y atravesando insípidas autopistas para no perdernos en caminos laterales y pueblitos trocados hoy en ciudades, visitamos el chateau de Angers, vieja mole construida por el siglo XI durante infancia y reinado de Luis IX (San Luis) que luego de múltiples vicisitudes, fue vaciado y parcialmente destruido durante los años revolucionarios de fines del siglo XVIII. Hoy sobrevive como un esqueleto gigante, bajo la forma de una gran muralla jalonada por 17 torres de 30 a 50 metros de altura, cerrando un espacio aproximadamente rectangular de 500 metros de longitud y separado de las construcciones centrales y plazas del castillo, por un foso profundo, ahora cubierto de plantas y flores. Las paredes de las torres y murallas son de blanca piedra y exquisito negro o rojizo, lo que da al paredón un color muy original.




Como todo castillo guerrero que se precie, un puente elevadizo, permite el ingreso a cuartos que hoy están desnudos, con una iglesia devastada y vacía que conserva muy pocos recuerdos de su rico pasado. En el patio interior, con obras de jardinería, una construcción mucho más reciente, guarda la joya de la corona. El tapiz declarado patrimonio de la humanidad y orgullo de Angers: es el tapiz del Apocalipsis
según el relato evangélico de Juan, que, aparte de su belleza intrínseca y delicadeza de su confección, tiene medidas descomunales que lo vuelve único: 100 metros de largo y 5 metros de alto. Sin contar los 30 m que perdió en los años de la revolución, cuando se lo cortó para hacer vendas y felpudos. Este maravilloso tapiz, diagramado en cuadros, se encuentra para su mejor conservación, en un ámbito con muy poca luz y baja temperatura. Cuesta bastante adaptarse a la semioscuridad para apreciar sus colores y preciosos dibujos al tiempo que el frío hace apurar el paso en busca del éxito, sin registros fotográficos. Pero a estos inconvenientes valen sobrellevarlos porque la obra es realmente única y magnífica. Nadie que visita la región debería perdérsela. Y ya afuera, las callecitas y casonas del casco antiguo pegadas al castillo son simplemente deliciosas.








La Abadía de Fontevrad
Otro lugar digno de mención, fue la Abadía de Fontevrad. Un monje ermitaño galés, comenzó su construcción a mediados del siglo XI (1052). Con el tiempo se transformó en la mayor abadía de Francia y en Panteón de los Plantagenets ya mencionados. Transformada en cárcel en los años de la revolución, fue también destruida parcialmente y así la iglesia espaciosa, otrora recubierta de preciosas figuras, está hoy desnuda, los altares desaparecieron y sobre el pavimento vacío sobresalen cuatro impresionantes sarcófagos con las figuras pintadas en sus cubiertas de quien yace dentro. Son un legado histórico excepcional y condensan una parte crucial del gobierno británico de estas tierras. Allí están los féretros de Plantagenet trocado en el rey Enrique II que regía la Gran Bretaña y Francia occidental hasta los Pirineos, su esposa Leonor de Aquitania, el hijo de ambos hecho leyenda, Ricardo Corazón de León, que murió bravamente guerreando en esas tierras regadas con sangre e Isabel de Anjouleme. Luego sigue lo que fueron los aposentos y comedores de esas órdenes religiosas, de monjas y monjes con su característico patio central, rodeado por galerías, formando imponentes construcciones muy bien conservadas con una enorme cocina terminada de restaurar, que se levanta en uno de los costados de la abadía.






Este impresionante conjunto que atesora el recuerdo de épocas fundadoras de la Francia post romana si bien no dista excesivamente de Saumur, una de las más bellas poblaciones del Loire, está fuera de la ruta tradicional que recorre los principales castillos y no es demasiado conocido. ¿Se la posterga por ello o un cierto velo del nacionalismo francés, cubre las venerables ruinas que recuerdan un dominio inglés de su territorio?



Chateau de Chambord
Ya en Tours, bella ciudad y capital del Loire oriental visitamos uno de los castillos faltantes en nuestro recorrido inicial: Chambord, una joya del renacimiento y creación mayor de Francisco I que se completó en la primera mitad del siglo XVI. El Chateau más grande del Loire muestra dimensiones gigantescas ya en su estructura palaciega con 440 habitaciones o en el enorme parque que rodea al castillo con 520 hectáreas aptas para caminatas y con refugios para observación de la fauna, y otras 5500 hectáreas cubiertas de bosques con una reserva de animales de caza. El castillo se transformó en la residencia oficial de Francisco I durante su reinado. Luego la habitó por un tiempo Luis XIV, el más poderoso y conocido de los reyes de Francia, hasta que se mudó al castillo que él diseñó y mandó a construir, mucho más cerca de París y posiblemente, el más grande y lujoso de todos los tiempos y símbolo del refinamiento cultural y primacía económica de la Francia renacentista. Desde luego me refiero a Versalles.






Chambord muestra influencias italianas e incluso Leonardo da Vinci es probable que diseñara parte del castillo cuando el rey lo invitó a vivir en Amboise. Ubicado en un parque espacioso, desde lejos se divisan sus múltiples torres aguzadas cubiertas por tejas obscuras y grandes terrazas. En el ingreso enfrentamos de inmediato una imponente escalera de doble espiral, realizada en piedra blanca finamente trabajada que permite ver al que transita por la otra rampa sin contactarlo y también apreciar la suntuosidad de los ambientes que se abren en cada piso hasta llegar al 4to., donde se accede a las terrazas. Hay buena vista de la campiña desde la altura, por lo que la salida es muy aconsejable. La atracción disminuye visitando los vastos ambientes en los distintos pisos pues el mobiliario y los adornos originales han desaparecido, salvo algunos tapices, y las espaciosas salas recuerdan la rapacidad del hombre y la inexorabilidad del tiempo. Sólo las habitaciones del rey y la de la reina, conservan algunos destellos de su original grandeza. El gran castillo es hoy sólo su esqueleto y dista mucho por cierto de la admiración que despierta recorrer Chenonceau y los otros Chateaus mencionados en mi primera visita. Visto desde el exterior y aún desde sus azoteas, Chambord sigue siendo la construcción más importante del Loire, pero la recorrida de sus interiores da la sensación más pobre entre estas gigantescas estructuras que he detallado.






El tiempo se terminaba para este recorrido y sólo nos alcanzó para conocer una zona costera al norte donde el Loire termina: la Baule, alegre población veraniega, preñada de negocios, tiendas y comederos que en barranca elevada se asoma al océano Atlántico lindando con Bretaña, tierra de rocas y vientos que no invadimos esta vez.




