Conocé las curiosidades del tratamiento de enfermedades en las estancias de la Compañía de Jesús. Medicina local, epidemias y los secretos de la botica.

 

Autor: Roger Viollet Collection. Derechos de autor: Roger Viollet Collection

 

Entre 1599, año de la llegada de los jesuitas a Córdoba, y 1767, cuando se produce la expulsión de la orden por parte del rey Carlos III, la Compañía de Jesús tuvo una fuerte influencia en nuestro territorio nacional, al punto que, a día de hoy, Argentina es uno de los países con más patrimonio jesuítico de América.

En los tiempos de la colonia española, las epidemias eran frecuentes, en parte, producto del contacto entre la población originaria local y los colonizadores españoles. Si bien el tratamiento con fármacos  de las enfermedades infecciosas no sería realmente efectivo sino hasta el siglo XIX, la botica de los jesuitas era reconocida por el tratamiento de enfermedades infecciosas a partir de medicamentos elaborados en base a hierbas medicinales de América combinadas con minerales. 

Los edificios jesuíticos más importantes del país se concentran en las provincias de Córdoba, donde se encuentra la Manzana Jesuítica y las cinco Estancias jesuíticas declaradas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO; y las provincias de Misiones y Corrientes, donde se pueden visitar los restos de las antiguas reducciones jesuítico-guaraníes de los 30 pueblos misioneros.

Estancia de Colonia Caroya.

 

La Estancia Jesuítica de la localidad de Colonia Caroya en la provincia de Córdoba data de 1616 y es un viaje al pasado que permite conocer cómo se vivía en las unidades de producción que construía la Compañía de Jesús para sustentar su obra. A lo largo de la nota, se desarrollará cómo era la medicina de los jesuitas a partir de la recopilación históríca de la Dirección del Patrimonio Cultural de la Estancia Jesuítica de Caroya.

El tratamiento de enfermedades

Según la concepción médica de la época colonial, más que afecciones había enfermos específicos. Sin embargo, los tratamientos a los que se los sometían eran siempre similares: consistían en sudores, sangrías, vejigatorios, purgantes, dietas y reposo. En el caso de las patologías humorales, se reconocían las propiedades de los elementos naturales (el aire, el fuego, el agua y la tierra) para restablecer el equilibrio. Y como la terapéutica obedecía al principio de combatir el contrario por los contrarios, las enfermedades de calor se curaban con remedios fríos, y las enfermedades frías se trataban con sustancias cálidas.  

Los dolores artríticos y las cefaleas fueron atribuidos "al aire"; y las escrófulas , que eran supuraciones de ganglios linfáticos del cuello, eran curadas con hierro al rojo. Las sangrías se usaron para evacuar el "humor alterado" y se realizaban mediante incisiones o empleando sanguijuelas. Las sangrías también tenían como finalidad producir debilidad y hacer más soportable para el paciente una intervención quirúrgica.

Junto a la sangria venía la purga. A cada tipo de purgante le correspondía un momento distinto del día: si era suave, se administraba al amanecer en forma líquida; los fuertes se daban por la noche en píldoras; y a medianoche los preparados como electuarios. Para las purgaciones fuertes, el paciente tenía que prepararse comiendo más de lo habitual el día anterior y se le aconsejaba bañarse en agua caliente para hacer más sutiles los humores. Tras la administración no debía comer ni beber hasta que el purgante completara su acción. Se cumplía así con el aforismo hipocrático según el cual no se debe dejar de purgar hasta que el paciente tenga sed.

Detalle de un cuadro de Quirijn van Brekelenkam donde aparece una anciana sangrando a una joven mediante el método de la sangría. Crédito: Wikimedia

Las epidemias en la época colonial

Durante el período colonial, las precarias condiciones de vida, especialmente de los grupos étnicos dominados, facilitaron el desarrollo de enfermedades que rápidamente se convertían en epidemias que diezmaban los centros urbanos y causaban verdaderos estragos. De esta manera, las enfermedades más comunes en tiempos de la dominación hispánica fueron la viruela, la peste bubónica, la tisis o tuberculosis pulmonar, la sífilis, la escarlatina y el sarampión. Agreguemos el paludismo y la disentería, consideradas como enfermedades autóctonas por algunos estudiosos. Y cuando la alimentación se basaba casi exclusivamente en carne y grasa, daba origen a las "cámaras de sangre" o "llagas de tripas". Córdoba no fue ajena a las epidemias recurrentes.

Aunque las Actas Capitulares informan sobre el flagelo desde su misma fundación, durante el siglo XVIII se mencionan insistentemente. En efecto, en 1711 la economía de Córdoba se encontraba en grandes dificultades por la escasez de alimentos, y su correlato fue una epidemia de viruela que causó muchas muertes. A ella se agregó el efecto acumulativo de otras enfermedades como la fiebre tifoidea, el sarampión y la bubónica. A pesar de las continuas invocaciones a San Roque como "abogado de la peste", las epidemias se sucedieron desde 1729 hasta 1731, afectando en mayor medida al grupo de los naturales.

Las epidemias de la América Colonial.

La botica de la Compañía de Jesús

La botica del Colegio Máximo de la Compañía de Jesús estaba ubicada en el actual Colegio de Montserrat de la ciudad de Córdoba. Durante 150 años fue la más importante de la región.

Fundada en el primer tercio del siglo XVII, tuvo como objetivo atender las necesidades de los establecimientos de la Compañía. En sus inicios estuvo dirigida por el Hermano Blas Gutiérrez. Con el transcurrir de los años, fue creciendo en recursos y prestigio.

Cuatro fueron los grandes farmacéuticos que la Compañía colocó al frente de la Botica: los Hermanos Enrique Peschke, Wenceslao Horsji, José Jening y el Padre Tomás Falkner. Durante el siglo XVIII, también desplegaron allí su actividad casi todos los médicos que la Compañía de Jesús destinó para Córdoba.

Además, su prestigio se asentaba en la gran cantidad de recursos medicinales que guardaban sus estantes y depósitos. Estaba tan bien provista, y eran tantos los que solicitaban sus medicamentos, que los superiores autorizaron que desde una ventana que daba a la calle se atendiera a los habitantes para el despacho de las medicinas.

En 1767, cuando el rey de España decreta la expulsión de la Compañía de Jesús, al frente de la Botica se encontraba el Hermano Jening. La Junta de Temporalidades ordenó entonces un minucioso inventario, cuyo texto señala la importancia de la institución.

En su sala principal, presidían la atención al público cuatro óleos con las figuras emblemáticas de la Compañía: San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier, San Luis Gonzaga y San Estanislao de Kotka.

En los estantes y cajoneras del mueble imponente, se alineaban frascos de cristal, loza, plomo y estaño y botes de madera que contenían medicinas, hierbas y minerales.

Los remedios se preparaban en el laboratorio u "obrador", ubicado en una sala contigua. Allí, los boticarios utilizaban hornillos, alambiques, almíceres y vasijas para elaborar las recetas. La materia prima se guardaba en la sala siguiente, llamada la "rebotica", donde también se podía observar una estantería con libros especializados.

La intensa actividad de la institución, unido a la dificultad para conseguir muchos de los elementos necesarios, obligó a los Padres de la Compañía de Jesús a organizar un gran depósito o almacén de la botica, ubicado en la planta alta del edificio.

En 1772 los Bethlemitas recibieron de la Junta de Temporalidades todas las "drogas, estantes y demás aperos de la Botica de la Compañía por 10.481 pesos, con rebaja por lo que se robó y por lo que se desarmó".

Sin boticarios ni médicos, sin Padres Jesuitas que recorrieran los caminos de América indagando sobre las propiedades curativas de vegetales y minerales y recogiendo la materia prima para sus recetas, la Botica de la Compañía nunca volvió a ser lo que fuera en tiempos de sus creadores.

La farmacopea de los jesuitas

La Botica. Créditos: La Malaria y el Árbol de Quina.

 

La terapéutica europea recomendaba la ingestión de hierbas medicinales, sangrías, provocación del vómito, ventosas, fricciones, emplastos y cataplasmas de los más variados ingredientes vegetales, animales o minerales.

A fines del siglo XVI, se inicia la utilización terapéutica de elementos químicos, con la preparación de una serie de remedios en base a metales y metaloides, hasta ahora no empleados, como mercurio, plomo, hierro, cobre, arsénico, azufre y sus sales.

En la España del siglo XVI, la medicina recibió un marcado impulso. Contribuyó a ese progreso la difusión de nuevos tratamientos terapéuticos con hierbas procedentes de tierras americanas.

Los pueblos originarios del Nuevo Mundo no desconocían el arte de curar. Aplicaban las propiedades de las hierbas, plantas y hasta las vísceras de algunos animales para mitigar sus dolores. De esta manera, la farmacopea de Europa se enriqueció con nuevas drogas como la quina, la jalapa, la coca, el bálsamo, la polígola y la zarzaparrilla.

Hasta el siglo XIX eran muy pocas las enfermedades transmisibles para las que se disponía de fármacos anti-infecciosos realmente eficaces. Contra la sífilis se disponía de los fármacos mercuriales, del bismuto y de los arsenicales; mientras que en el tratamiento de la leishmaniosis se aplicaban los preparados de antimonio.

Una mención especial le corresponde a la quinina, aplicada para controlar el paludismo y que fuera difundida en Europa por los Padres de la Compañía de Jesús, de allí que fuera conocida como "el polvo de los jesuitas".

De igual manera, el reconocido "Láudano de Sydenham" (1624-1689), elaborado en base a una mezcla de opio con vino, azafrán, canela y clavo de olor, era una medicina habitual en las boticas de los jesuitas.

El Padre Antonio Sepp relata que en los casos de disentería, una enfermedad de las reducciones indígenas del Paraguay, aplicaba con éxito hojas de tabaco y ajo, cocidas en leche, menta y jugo de limones.

Los medicamentos de origen mineral abarcaban un largo listado. En el libro "Paraguay Natural" (1771-1776), escrito por el Padre Juan Sánchez Labrador, se señalan los siguientes medicamentos de origen mineral: alumbre, azufre cobre, jabón, nitro o salitre, pigmento de oro, plata, talco, amatista, cal, esmeralda, jacinto, ópalo, pedemal, rubí, tártaro, mercurio o azogue, caparrosa, greda, lejías, oro, piedra de amolar, sal y yeso.

La farmacopea colonial incluía también "medicamentos" mágicos de gran reputación en esa época, algunos de los cuales fueron citados en los informes de las Cartas Anuas, tales como el "Licor de San Nicolás", la "Tierra de San Pablo", el "Agua de San Ignacio" o la "Uña de la Gran Bestia".