por Mst. Ps. Cecilia Gorodischer
Ante todo, agradezco la oportunidad que me han dado de hablar ante ustedes de un tema tan esencial para mi práctica como es el dolor. Pero especialmente agradezco la oportunidad que se me da de hablar ante médicos. Ustedes saben que Freud fue médico. No fue un médico como Esculapio, o como Hipócrates. Fue un médico, según nos ayuda a entender Lacan en uno de sus primeros seminarios, como ustedes. Un médico de la Modernidad. El médico moderno que fue Freud, y que seguramente son ustedes, es un médico que tiene frente al cuerpo la actitud del que desmonta una máquina, que desmonta una supuesta unidad que es el viviente, de un modo que para un médico anterior hubiera resultado escandaloso y perturbador.

Lo que permite a Freud esta manera nueva de pensar al hombre es nada más y nada menos que el descubrimiento de la máquina de vapor. Y antes de esto, el descubrimiento del reloj, y un poco antes la fabricación de una rudimentaria máquina de calcular construida por Pascal. ¿Y qué tiene todo esto que ver con lo que nos convoca hoy aquí? Es que la máquina encarna la actividad simbólica más radical del hombre y era necesaria para que Freud pudiera pensar el cuerpo del hombre como tal, como una máquina que es el hombre es la idea de energía y la energía es una noción que no puede aparecer sino a partir del momento que hay máquinas.

Para decirlo de un modo muy esquemático la pregunta de Freud es: ¿Qué es el psiquismo energéticamente? Y así planteada ésta es una pregunta que pertenece al pensamiento biológico.

Freud partió de una concepción del sistema nervioso según la cual éste siempre tiende a volver a un punto de equilibrio. Trató de edificar sobre esa base una teoría del sistema nervioso según la cual éste siempre tiende a volver a un punto de equilibrio. Trató de edificar sobre esa base una teoría del sistema nervioso, mostrando que el cerebro opera como un órgano-amortiguador entre el hombre y la realidad, como órgano de homeostato. Pero investigando el cuerpo como un máquina motorizada por una energía particular, se encuentra con otra máquina: la máquina de soñar. Y en la máquina de soñar reencuentra lo que estaba ahí desde siempre y no se lo había visto: que es en el nivel de lo más orgánico y lo más simple, en el nivel de lo más inconsciente, donde el sentido y la palabra se revelan y se desarrollan. foot live

De ahí la revolución completa de su pensamiento y el paso desde un texto de 1895 titulado “Proyecto para una psicología para neurólogos” a la “Interpretación de los sueños”, de 1900. Freud descubre el funcionamiento del símbolo como tal, la manifestación del símbolo en desplazamientos, en retruécanos, en juegos de palabras, en bromas que funcionan por su cuenta en la máquina de soñar. Tiene que tomar partido sobre este descubrimiento, aceptarlo o desconocerlo, como hicieron tantos otros antes que él. Y fue necesario que pasaran 20 años más, después de la “Interpretación de los sueños”, (en su texto “Más allá del principio del placer” de 1920) para que pudiera volver sobre sus premisas y descubrir qué quiere decir todo esto en el plano energético, lo que le permitió elaborar el más allá del principio del placer y la pulsión de muerte.

Entonces, ¿qué es el dolor para el psicoanálisis? Tempranamente Freud se interesó por el tema. En su correspondencia con Fliess, su primer interlocutor, alrededor de 1895, Freud da una descripción de la melancolía que explica cómo funciona energéticamente el dolor: la melancolía, dice, es una inhibición psíquica con empobrecimiento pulsional (energético), y dolor por ello. Mediante una hemorragia interna nace un emprobrecimiento de exitación, un recogimiento, que tiene los mismos efectos de una herida, análogamente al dolor. Más tarde, en 1914, va a tomar como propias las palabras de un poeta alemán, Wilhem Busch, acerca del poeta con dolor de muelas. “En la estrecha cavidad de su muela se recluye el alma toda”, Dice Freud: “Es sabido -y nos parece un hecho trivial- que la persona afligida por un dolor orgánico y por sensaciones penosas resigna su interés por todas las cosas del mundo exterior que no se relacionan con su sufrimiento. Una observación más precisa nos enseña que, mientras sufre, también retira de sus objetos de amor el interés libidinal, cesa de amar. La trivialidad de este hecho no ha de disuadirnos de procurarle su traducción dentro de la terminología de la teoría de la libido (es decir, en términos energéticos, maquínicos). Diríamos entonces: el enfermo retira sobre su yo sus cargas libidinales para volver a enviarlas después de curarse”.

Ahora bien, ¿cuál es la teoría freudiana sobre lo que ocurre en el dolor corporal? Para Freud el displacer específico del dolor corporal se debe a que la protección antiestímulo es perforada en un área circunscripta del aparato psíquico. “Desde el punto de la periferia en que la ruptura ha tenido efecto, afluyen entonces al aparato anímico central excitaciones continuas, tales como antes sólo podían llegar a él partiendo del interior del aparato. ¿Y qué podemos esperar como reacción de la vida anímica ante esta invasión? De todas partes acude energía de carga para crear, en los alrededores de la brecha producida, grandes acopios de energía. Se forma así una “contracarga” a favor de la cual se empobrecen todos los demás sistemas psíquicos, resultando una extensa parálisis o minoración del resto de las funciones psíquicas”.

Espero que se comprenda cómo funciona entonces esta máquina, que al ser herida por algún lado, manda refuerzos energéticos para cubrir esa herida (sea periférica, sea de algún órgano interno), lo que produce entonces el abandono de otras posiciones, de otros lugares, que quedan empobrecidos, olvidados.

A mi criterio es en “Inhibición, síntoma y angustia” (1926) donde Freud da la explicación más clara sobre el funcionamiento del dolor orgánico, relacionándolo claramente con el dolor anímico como estrictamente equivalentes:
“También acerca del dolor es muy poco lo que sabemos. He aquí el único contenido seguro: el hecho de que el dolor -en primer término y por regla general- nace cuando un estímulo que ataca en la periferia perfora los dispositivos de la protección antiestímulo pulsional continuado, frente al cual permanecen impotentes las acciones musculares, en otro caso eficaces, que sustraerían del estímulo el lugar estimulado. En nada varía la situación cuando el estímulo no parte de un lugar de la piel sino de un órgano interno; no ocurre otra cosa que el reemplazo de la periferia externa por una parte de la interna. Es evidente que el niño tiene ocasión de hacer esas vivencias de necesidad. Ahora bien, esta condición genética del dolor parece tener muy poca semejanza con una pérdida del objeto: es indudable que en la situación de añoranza del niño falta por completo el factor, esencial para el dolor, de la estimulación periférica. Empero, no dejará de tener su sentido que el lenguaje haya creado el concepto del dolor interior, anímico, equiparando enteramente las sensaciones de pérdida del objeto al dolor corporal...., en este punto parece residir la analogía que ha permitido aquella trasferencia de la sensación dolorosa al ámbito anímico. La intensa carga de anhelo del objeto perdido, carga que no pudiendo ser satisfecha crece de continuo, crea las mismas condiciones económicas que la carga de dolor del lugar del cuerpo herido y hace preciso prescindir de la condicionalidad periférica del dolor físico. La transición desde el dolor físico al dolor anímico corresponde al paso desde la carga narcisista a la carga de objeto.”

Resumiendo: el dolor anímico se explica por los mismos motivos energéticos que el dolor físico: la pérdida del objeto amado produce el mismo efecto que la herida (sea periférica o de un órgano interno) y mueve cargas energéticas similares a las que mueve el dolor físico. La añoranza del objeto amado es equivalente en su función en el alma humana a una herida abierta o a un órgano doliente. Nuevamente recordamos la metáfora de la “hemorragia interna” para describir la melancolía. Todo proceso de duelo, entonces, mueve al aparato psíquico a actuar como cuando se abre una herida en la piel: resignar cargas libidinales del objeto, volver esa energía al yo, empobrecer otras actividades del alma humana, para, una vez reestablecida la herida, volver al mundo exterior a reiniciar la búsqueda.

El trabajo consiste en su mayor parte, en el campo de la neurosis, en esta tareas: la de reconducir las cargas libidinales del objeto perdido a un nuevo objeto. Es cierto que muchas veces para poder lograr esa rectificación, esa reconducción, es necesaria una tarea previa: construir con palabras ese aparato anímico que no pudo establecerse firmemente, para que la libido encuentre, entonces sí, caminos donde dirigirse a esos objetos.

Ahora bien, el valor que tiene para el psicoanálisis el dolor es tal que es gracias a él que se produce la primer diferenciación yo-no yo para el viviente humano. Es porque el yo primitivo quiere desasirse del dolor que reconoce un “afuera”, un mundo exterior, que sería el responsable de él. El principio del placer, que es hasta 1920 el amo irrestricto del aparato psíquico, ordena cancelar y evitar todo sufrimiento y entonces nace la tendencia a segregar del yo todo lo que pueda devenir fuente de dolor, y formar un puro yo-placer, que se contrapone a ese afuera amenazador. Por supuesto, la experiencia no puede menos que rectificar esa construcción: mucho de lo que da dolor es inseparable del yo y mucho de lo que da placer, lamentablemente, pertenece al mundo externo, y por lo tanto puede sernos negado, aún contra nuestra voluntad o deseo.

Finalmente, dice Freud sobre el dolor que tiene tres fuentes: el mundo exterior, el propio cuerpo, y las relaciones con otros seres humanos. “Al padecer que viene de esta fuente lo sentimos tal vez más doloroso que a cualquier otro; nos inclinamos a verlo como un suplemento en cierto modo superfluo, aunque acaso no sea menos inevitable ni obra de un destino menos fatal que el padecer de otro origen”.

Resumamos: el dolor anímico es equivalente al dolor orgánico porque funcionan de la misma manera, energéticamente igual, desplazando energía en protección de la ruptura de la barrera antiestímulo (se trate de una herida corporal o de la pérdida de alguien amado) y empobreciendo entonces los otros sistemas del aparato psíquico: “El alma queda recluida en la estrecha cavidad de su muela”.

Hemos hablado hasta aquí del dolor físico equivalente al dolor anímico, equivalente a su mecanismo, en sus movimientos energéticos dentro del aparato psíquico, de esta máquina a la que Freud se enfrenta para comprender. Nos resta hablar de un modo de sufrimiento que Freud descubre en la base de esta máquina de la que hablábamos al principio. Se trata de lo que Freud llamó el más allá del principio del placer. Para nosotros, psicoanalista, “Más allá del principio del placer” es un texto clave. Momento de inflexión, de revisión y de viraje, marca un cambio teórico, lo que es decir que marca un cambio en la dirección de la cura y en la técnica psicoanalítica. ¿Qué significa este texto desde el punto de vista del lugar del dolor en la economía psíquica? Significa el destrono del hasta entonces imperio del principio del placer como rector de esta máquina humana. Ahora, dice, hemos llegado a esclarecer que de lo que se trata en la neurosis es que el paciente repite en vez de recordar, entonces debemos admitir una compulsión de repetición más allá del principio del placer. Entonces, la compulsión de repetición más allá del principio del placer. 

Entonces, la compulsión de repetición viene a ocupar el lugar determinante que antes ocupaba el principio del placer como timón de la vida anímica.

Pero lo que llama la atención de Freud y despierta su asombro es que la compulsión de repetición reviva experiencias pasadas sumamente displacenteras, que ni siquiera en su momento pudieron dar alguna satisfacción, sino al contrario, debieron ser muy dolorosas y sentidas como irremediables. Así, el paciente repite todos los desaires de sus padres, cuando el amor hacia ellos sucumbió al desengaño. Los neuróticos repiten en la transferencia todas estas vicisitudes de su vida infantil, forzando al analista a que les dirijan duras palabras, a que despierten sus celos o los desaíren como antaño. Estas experiencias son repetidas porque una compulsión los íuerza a ella. ¿Por qué?

No sólo en la neurosis encuentra Freud esta compulsión a la repetición. También en esos casos en los que se reiteran en la vida de los sujetos ciertas vivencias, aún cuando éste las viva pasivamente, pareciendo que nada en su actitud conduce a que tales ocurran: mujeres que enviudan reiteradamente y deben previamente cuidar a sus maridos en largas agonía; amantes que transitan siempre las mismas alternativas y los mismos finales; hombres que sufren las mismas desilusiones de sus pares o de sus subalternos.

Freud refiere a la compulsión de repetición los sueños de los enfermos de neurosis traumática y la impulsión al juego del niño, además de lo que llama la compulsión de destino, si bien reconoce que siempre hay una sobredeterminación, una pluricausalidad. Por ejemplo, en los fenómenos transferenciales está presente la resistencia del yo, que se obstina en la represión y se aferra al principio del placer.

La neurosis traumáticas y el juego infantil: la experiencia clínica...

Freud se detiene a analizar los sueños de las neurosis traumáticas, sueños que se caracterizan por reconducir al enfermo a la situación que lo enfermó, mostrando una característica propia de la histeria que, como manifestaran Freud y Breuer en 1893, “padece por la mayor parte de reminiscencias”. Lo que ocurre en los casos de neurosis traumática es que se pervierte la función del sueño que es, como lo mostrara el propio Freud en 1900 (“La interpretación de los sueños”) es la “realización (disfrazada) de un deseo (inconsciente)” .

Si la tendencia del sueño es el cumplimiento de un deseo, en estos casos la función del sueño se vio afectada profundamente y desviada de su fin.

¿Y qué ocurre en el juego infantil? También aquí encuentra Freud la repetición de una vivencia que por fuerza debía ser dolorosa para el niño del que se trata (su nieto de una año medio), la partida de su madre, a la que se encontraba fuertemente unido y de la que debía soportar su ausencia largas horas durante el día. El juego consistía en arrojar lejos de sí los objetos que tenía a su alcance, acompañándose de una interjección que significaba “fort” (se fue). Jugaba a que sus juguetes se iban.

“Un día hice la observación que corroboró mi punto de vista. El niño tenía un carretel de madera atado con un piolín. No se le ocurrió, por ejemplo, arrastrarlo tras de sí por le piso para jugar al carrito, sino que con gran destreza arrojaba el carretel, al que sostenía por le piolín, tras la baranda de su cunita con mosquitero; el carretel desaparecía ahí dentro, el niño pronunciaba su significativo “o-o-o”, y después, tirando del piolín, volvía a sacar el carretel de la cuna, saludando ahora su aparición con un amistoso “da” (acá está). Ese era pues el juego completo, el de desaparecer y volver. Las más de las veces sólo se podía ver el primer acto, repetido por sí solo incansablemente en calidad de juego, aunque el mayor placer, sin ninguna duda, correspondía al segundo”.

Freud encuentra aquí, junto a otras determinaciones, la compulsión de repetición apoderándose del esfuerzo de procesar psíquicamente una experiencia dolorosa, y exteriorizándose más allá del principio del placer. El niño no sólo repite activamente lo que debía sufrir cotidianamente en forma pasiva, sino que lo realiza una y otra vez, como empujado por revivenciar esa penosa experiencia, justamente por su carácter doloroso, esto es, más allá del principio del placer. 

A partir del capítulo 4 de su “Más allá...”, Freud afirma que en lo que sigue va a apoyarse en las “impresiones que nos brinda nuestra experiencia psicoanalítica”. Su hipótesis es que los sueños de las neurosis traumáticas “buscan recuperar el dominio sobre el estímulo por medio de un desarrollo de angustia cuya omisión causó la neurosis traumática”. Entonces, los sueños de las neurosis traumáticas, así como los que se presentan en los psicoanálisis, y que nos devuelven el recuerdo de los traumas psíquicos, obedecen a la compulsión de repetición.

Así, no sería la función originaria del sueño eliminar, mediante el cumplimiento de deseo de las mociones perturbadoras, unos motivos capaces de interrumpir el dormir; sólo podría apropiarse de esa función después que el conjunto de la vida anímica aceptó el imperio del principio del placer. Si existe un “más allá del principio del placer”, por obligada consecuencia habrá que admitir que hubo un tiempo anterior también a la tendencia del sueño al cumplimiento de deseo, (Sería: antes de poder sentir placer el aparato necesita estar preparado para el dolor). Esto no contradice la función que adoptará más tarde. Pero, una vez admitida la excepción a esta tendencia, se plantea otra pregunta: ¿No son posibles aun fuera del análisis sueños de esta índole, que en interés de la ligazón psíquica de impresiones traumáticas obedecen a la compulsión de repetición? Ha de responderse enteramente por la afirmativa”.

Freud concluye que un carácter universal de la pulsiones es su carácter conservador, su búsqueda de reproducción de un estado anterior, que lo vivo debió abandonar por el influjo de estímulos externos:

“Pues bien; si todas las pulsiones orgánicas son conservadoras, adquiridas históricamente y dirigidas a la regresión, al restablecimiento de lo anterior, tendremos que anotar los éxitos del desarrollo orgánico en la cuenta de influjos externos, perturbadores y desviantes. Desde su comienzo mismo, el ser vivo elemental no habría querido cambiar y, de mantenerse idénticas las condiciones, habría repetido siempre el mismo curso de vida”.

“La meta de la vida es la muerte; y, retrospectivamente: Lo inanimado estuvo ahí antes que lo vivo Es por eso que la compulsión a la repetición sería anterior al primado del principio del placer, por este carácter conservador propio de la naturaleza de la pulsión que hace el organismo sólo quiera morir a su manera, al decir de Freud. De esta manera, la antigua oposición entre “pulsiones yoicas” y pulsiones sexuales se transforma a partir del des-cubrimiento de la compulsión a la repetición en pulsiones de muerte y pulsiones de vida. Las primeras se esfuerzan en el sentido de la muerte, mientras que las segundas en la continuación de la vida.

La separación que traza Weismann en el campo de la biología entre soma y plasma germinal y plasma germinal le presta a Freud un soporte para recuperar el valor de la división entre pulsiones de vida y pulsiones de muerte. En efecto, la tesis de A. Weismann es que la sustancia viva se diferencia en una mitad mortal y una inmortal, la primera de las cuales es el soma, sujeta a la muerte natural, y la segunda el plasma germinal, potencialmente inmortal, en cuanto es capaz de desarrollarse en un nuevo individuo bajo ciertas circunstancias favorables, es decir, de rodearse de un nuevo soma.

Tal sería la tesis freudiana del aparato psíquico: dos colosos, Eros y Tánatos, la energía libidinal y su sombra, guerreando incansablemente, y manteniendo viva a esta máquina que es el hombre gracias a su combate feroz. Si no hubiera combare, no habría vida. Y es en ese combate en donde nosotros, analistas, nos metemos cada vez que tomamos a un paciente en tratamiento. No podríamos hacerlo si no hubiera habido un médico como ustedes, un médico de la Modernidad, que construyera para nosotros un aparato anímico con las herramientas que le daba su saber sobre la máquina orgánica.

“No importa si lo que de esto saliere tiene aire de “profundo” o suena a algo místico; por nuestra parte, nos sabemos bien libres del reproche de buscar semejante cosa. Nos afanamos por alcanzar los sobrios resultados de la investigación o de la reflexión basada en ello, y no procuramos que tengan otro carácter que el de la certeza.

“Es que hemos llegado a tales supuestos especulativos a raíz de nuestro empeño por describir y justipreciar los hechos de observación cotidiana en nuestro campo. Ni la prioridad ni la originalidad se cuentan entre los objetivos que se ha propuesto el trabajo psicoanalítico...”