Una recorrida por la ciudad londinense. Por Dr. Roberto I. Tozzini
por Roberto I. Tozzini
Concluida nuestra primera visita a Munich y a Colonia (Alemania), otra vez la ruta en ese 1971, al volante de nuestro FIAT 1600 que trajimos en el barco desde Buenos Aires a Nápoles. Noto que el paisaje comienza a cambiar; ya no se ven colinas ni bosques frondosos, el horizonte es ahora plano, la llanura se extiende y en campos de buena pastura se ve un ganado muy similar al de nuestras pampas, que se alimenta con placidez, mientras algunos elevados molinos de viento hacen guardia a los lados de la carretera. Hemos entrado en Holanda, uno de los países costeros del norte de Europa, donde el suelo, en ciertos puntos, se encuentra por debajo del nivel del mar. En esta ocasión, nuestro nuevo destino es Ámsterdam, la gran capital de los países Bajos.
Al llegar, rápidamente nos internamos en la ciudad a la búsqueda de un hotel que reservamos por recomendación de un colega nuestro. Pero pronto aprendimos en los viajes, que muchos argentinos son reyes en su tierra, pero en el anonimato del exterior, actúan casi como pordioseros. Así que una vez arribados al lugar y como nuestra expectativa de confort quedó defraudada, cancelamos la reserva del más que discreto hotel y buscamos alojamos en otro que elegimos según nuestra comodidad. Fue fácil ya que era baja temporada y aún no se había desarrollado el turismo masivo.
Ámsterdam tiene mucho que ofrecer para cautivar al viajero; es una ciudad importante, cosmopolita, de vida pujante y atravesada por múltiples canales con sus respectivos puentes, por lo que suele llamársela “la Venecia del Norte”. Quizás no alcanza la abrumadora opulencia que acumuló en su pasado la capital del Adriático, ni muestra la refinada decadencia de esa cabeza de un imperio comercial. Pero hoy Ámsterdam es mas poderosa tanto por su comercio internacional como por un sinfín de realizaciones científicas y culturales. Sin embargo, quizás su atractivo amengüe por ese toque melancólico propio de las poblaciones septentrionales de Europa, con clima riguroso, poca luz, sensación de enclaustramiento, noches largas y rápidos atardeceres. Además, en esa ocasión, ante nuestra sorpresa, la ciudad estaba colmada por jóvenes desaliñados, con largos cabellos, sucias las ropas e indolente actitud, perdida las miradas por efecto de las drogas, que dormían o descansaban tirados en zaguanes, lanchones y en los bancos de los paseos públicos. Eran los hippies, que en la desorientación de la post guerra alejada, nacieron en California y se extendieron por todo occidente y ahora se habían convocado a concentrarse en esta capital, seguramente atraídos por la gran tolerancia que siempre ha demostrado las leyes de Holanda hacia su población. Fue una foto de ese momento, pero constituyó la experiencia que en el 1971, nos toco vivir.
Una buena excusa, entonces para aislarnos de la masa hippie, fue tomar una de esas lanchas cerradas de excursión, ocupada sólo por turistas, para recorrer los canales y en esa forma, conocer desde abajo, buena parte de la ciudad, sin aglomeraciones incómodas. Como la visita era guiada y las vías de agua atraviesan todo el centro histórico, pudimos ver e informarnos por este medio, sobre los principales edificios públicos y los palacios de la capital.
Entre las moles de ladrillo obscuro que iban pasando recordamos uno macizo con una torre central elevada, que correspondía a la sede del gobierno; mas allá vimos otra torre que luce un gran reloj con números dorados; en derredor, parques verdes y plácidos, calles arboladas, puentes con todas las formas, multiplicados al infinito. La casa de Anna Frank es hoy un sitio icónico de la ciudad y así la describen en el paseo. En nuestro recorrido, damos con una construcción señorial de ladrillos rojos y dos torres aguzadas, que se levanta frente un amplio espacio verde; es el Rijmüseem, principal museo de la ciudad, al que regresamos al día siguiente para apreciar las colecciones de Rembrant, con famosas telas como “La guardia nocturna” y “Lección de anatomía”. Este pintor se ha constituido en el genio mayor de los pintores holandeses, con esos amarillos insuperables, sus contraluces, su preciosismo en el detalle de las vestiduras, sus miradas expresivas, su mundo misterioso envuelto en halo dorado, casi como una revelación. Entre el Metropolitano de New York y éste museo, uno tiene la dicha de disfrutar de las principales obras de este extraordinario artista. También se exhibían telas luminosas de Van Gogh, de su época en la Provance (Arlés), algunos impresionistas Rubens y otros pintores holandeses.
En el mismo día, fuimos al Museo Van Goth que exhibe mas obras de este atormentado pintor post impresionista, coetaño y amigo con altibajos de otro extraordinario, Paul Gaugin.. Luego, aprovechamos el auto para salir una vez más de ese mundo hippie, que abrumaban todos los espacios en Ámsterdam, para recorrer algo de este pequeño país. Así por carreteras trazadas sobre el agua, llegarnos a hermosos pueblitos maquillados para el turismo. Voledam, una población de pescadores, muestran a sus habitantes con vestimentas típicas. Las mujeres vestían de negro con cofias y delantales blancos y todas las casas, primorosas e iguales con aspecto de recién pintadas, lucían su techo rojo a dos aguas con cortinas absolutamente blancas y encajes delicados. Constituían una perfecta postal.
También visitamos Markee, otro pueblo costero, con su puerto de juguete e igual aspecto pulcro en sus casas impecables. Aparte del mar, el agua es parte inseparable de su diario vivir, con canales y estanques cubiertos con flores, patos que se deslizan lánguidos, porlagunas mansas y por supuesto, un ambiente absolutamente terso y ordenado en un mundo de relojería. Finalmente, Monikedam, con su abundancia en todo tipo de quesos.
Atardeceres brumosos de octubre con esos tonos rojizos del horizonte que antecede a las sombras. Gaviotas casi estáticas sobre el mar, a la espera de la presa; húmeda y fría brisa que eriza la piel y sensación de pérdidas en el otoño declinante, que se aleja, a paso lento, de las tibiezas del estío.
Tras cuatro días en Ámsterdam, otra vez en camino. Apenas superada la frontera con Bélgica, nos encontramos con Brujas, una fascinante ciudad, con grandes y antiguas construcciones góticas que parecen retrotraernos a un rico pasado medieval. La amplia plaza central, con el edificio de la municipalidad, nos resultó impresionante. Al igual que en Ámsterdam, numerosos canales atraviesan su centro, aumentando su atractivo; pero no disponemos del tiempo necesario para un buen reconocimiento. Sólo la cruzamos, almorzamos en un restaurant del centro y sacamos algunas fotos para luego continuar.
Nos dirigíamos a Ostende para cruzar el Canal de la Mancha desde la costa vecina. Nuestro objetivo era visitar por primera vez y llevando nuestro auto, a la capital Inglesa. Íbamos a conquistar Londres.
Londres, la cabeza del león
Inglaterra es un país extraordinario para recorrerlo y Londres, su capital, una de las joyas más preciada de esa Europa que tanto he idealizado desde mis lecturas adolescentes. Sin embargo, dejamos el continente para visitarla en sólo dos oportunidades, la primera, cruzando el Canal de la Mancha y la otra, varios años después, por vía aérea. Ello merece una reflexión.
Dentro de un inconsciente y nebuloso sentido ético, siempre se me presentó la “Rubia Albión” como una fuerza colonialista y explotadora de los recursos de países menos aguerridos o desprotegidos. Además desde el colegio primario, Malvinas constituyó una herida abierta para nosotros, que sangró posteriormente durante la inmisericorde guerra de 1982 con el hundimiento salvaje e ilegal del buque General Belgrano. Por todo ello tenía cierta reluctancia visceral en recorrer las calles de la corona imperial como siempre lo tuve con Moscú, extraordinaria ciudad, que nunca visité. Pero a Londres lo terminé visitando afortunadamente y así agregué una ciudad poblada por gente educada, correcta y gentil como pocas, a mi agenda de las grandes capitales de Europa.
Como prolegómeno de esa visita a Londres de 1971, para cruzar el famoso canal, llegamos a Ostende donde pernoctamos.
Ésta es una ciudad típicamente balnearia, con todo dispuesto para el turismo estival y que ahora, en el avanzado otoño, en pleno Octubre, parecía agonizar. Un rosario de restaurantes vacíos o cerrados frente al mar, playas desiertas y plazas seguramente floridas en el verano, amarillaban en un colchón de hojas muertas.
Dormimos en un agradable hotel frente al mar, arrullados por el murmullo del oleaje y el silbido del viento que traspasaba las ventanas de doble vidrio. Nos levantamos temprano pues en la mañana emprendíamos la aventura; nos esperaba el cruce del famoso canal de la Mancha, llevando el auto, en un transporte para nosotros, desconocido, el Hoover Craft.
En el puerto nos aguardaba una gran sorpresa. Buscábamos el muelle para embarcar el auto en el ingenio marino que debía cruzarnos, cuando una forma circular, con aspecto de plato volador, surge de las aguas de donde venía navegando, sube raudo por la costa y cruza por una pista de cemento hasta detenerse frente a nosotros y luego desinflarse ante nuestros asombrados ojos, con fuerte ruido a escape de aire comprimido. Es que el Hoover Craft, extraña criatura, tiene como medio natural, al igual que los reptiles, la tierra y el agua y en ambos se desempeña con agilidad. En realidad, se sustenta sobre un colchón de aire que el mismo produce, mientras que se desplaza por hélices potentes que lo impulsan hacia delante.
Una vez cargados los pocos automóviles que cabían en la bodega, nos acomodamos en el piso superior con grandes ventanales. Otra vez el silbido, la criatura se infla, y levantándose sobre el pavimento, se dirige hacia la costa para flotar sobre las aguas del canal. Allí toma velocidad y a unos 100 km/ hora, en escasos 30 minutos nos encontramos trepando por el lado inglés. Hemos cruzado el mítico canal, casi sin notarlo, decepcionando mis expectativas de mar encrespado y riesgoso, aunque en el regreso la situación seria muy diferente como se verá.
Ya en tierra firme, salimos por una rampa al volante de mi Fiat y me interno por el mundo del revés, donde todos viajan a contramano.
De verdad cuesta acostumbrarse a manejar por la izquierda en rutas o calles de doble mano, por la disposición incómoda del volante, preparado para guiar por la derecha, pero Inglaterra es así, diferente a todo el resto del mundo y hay que aceptarlo.
No obstante, el tránsito desde la costa hasta Londres resultó un paseo agradable por el buen pavimento y la bonita campiña, pero el ingreso a la gran capital, buscando el hotel reservado, se transformó en toda una odisea. Fastidiado luego de circular por una hora en calles desconocidas sin rumbo adecuado, recurrí a una estrategia que me ha sido muy útil en circunstancias similares (en ese entonces no había GPS); ubiqué a un taxi, le dí la dirección del hotel, me comprometí a pagarle en destino y lo seguí con mi automóvil, disparado por un circuito de calles que nunca habría acertado recorrer, para llegar en pocos minutos al lugar solicitado.
Londres del 1971 era una ciudad imperial, ordenada y confortable. Sabía de gustos refinados y atesoraba en sus enormes Museos, tesoros apropiados por sus militares o políticos, que constituían buena parte, de los principales exponentes de la cultura occidental, construida en mas de 20 siglos. Además de los propios aportes de piezas valiosas por compra o intercambios.
Como toda gran metrópolis, presentaba barrios definidos, con idiosincrasia propia y colorido intrínseco, correctamente hilvanados por un transporte eficiente, que incluía sus ómnibus rojos de dos pisos y una extendida red de trenes subterráneos.
Recorrer esta capital no fué tarea fácil; requiere tiempo, un plan previo, buenas piernas, gran curiosidad y no poco esfuerzo, pero bien vale la pena y solo lamento los largos años que siguieron sin una nueva visita a Inglaterra por el rechazo mayúsculo que nos produjo la guerra de las Malvinas del 1982- Pero los hombres (o las mujeres como Thacher) pasan y las civilizaciones persisten y fue en 1999 que regresamos a disfrutar por segunda vez, la gran categoría de la capital inglesa.
Comenzaré describiendo su centro histórico, con la torre del reloj, el Parlamento a orillas del famoso río Támesis y la extraordinaria Abadía de Weismeinster que constituyen en su conjunto, las joyas mas preciadas del corazón anglosajón.
El Parlamento Inglés, me impresionó vivamente en mi primer contacto con el centro londinense, por su belleza imponente. Ocupa el lugar del antiguo Palacio Real que fué levantado en el siglo XI. Esta monumental edificación gótica, requiere de autorización para ser visitada, por lo que me contenté con recorrer sus exteriores y el hall de entrada, ricamente ornamentado, evitando las interminables colas que servían de disuasión para intentar cualquier gestión de ingreso al palacio. Sus salones albergan la Cámara de los Comunes (principal órgano legislativo) y hacia el sur, la Cámara de los Lores que ha ido perdiendo sus importantes funciones al declinar la aristocracia hereditaria y la representatividad de la misma.






En el extremo oeste del Parlamento se levanta la muy conocida torre del Reloj de estructura cuadrangular con enormes relojes circulares en sus cuatro caras. Su extremo superior, termina en una alargada pirámide con dos miradores, el inferior, amplio y con columnas que rodean sus cuatro costados y el superior, tres pisos más arriba, repite la misma estructura, pero en un área más reducida ya que la torre se va afinando hacia su vértice. Terminada en una fecha relativamente reciente (1858) para los parámetros europeos, constituye uno de los símbolos de la ciudad y el sonido de su enorme campana, conocida como el “Big Ben”, es apreciado por los londinenses ya que su tañir estimulaba el valor de los ciudadanos durante la guerra con Alemania bajo el fragor de los bombardeos. Su nombre deriva de quien la hizo instalar, Benjamín (Ben) Hall. Otra torre, más pequeña, se eleva en el extremo sur, denominada Victoria Tower. En los patios exteriores del Parlamento se destacan las estatuas de Cronwell y la figura ecuestre de Ricardo I., “Corazón de León”.
Cruzando la avenida que bordea al extenso palacio y en el medio de un parque, nos encontramos con la Abadía más conocida de la Gran Bretaña, que es la de Westminster. Allí tiene lugar la coronación de sus Reyes, los servicios funerarios de la realeza y es el lugar de reposo final de las mas importantes figuras del Imperio, a punto tal, que mas que Abadía, el lugar se asemeja a un camposanto de las grandes figuras de Inglaterra.




Las tres naves miden 156 metros de largo y 61 de ancho a nivel del crucero. Apenas se supera la entrada, se destaca la figura del soldado desconocido, rodeada perpetuamente de frescas amapolas. La primera capilla de la derecha, está dedicada a los caídos en las dos guerras mundiales y mas adelante, cerca del coro, uno encuentra una serie de tumbas que corresponden a sus principales músicos fallecidos entre el siglo XVI y la actualidad. Se conoce este lugar, como “el rincón de los músicos”.
El Coro está en el centro de la nave principal rodeado por una reja de hierro forjado, con láminas doradas y delicadamente trabajado en un estilo neogótico. La sillería presenta retratos en sus respaldos. Un poco mas adelante, está el santuario, donde se coronan los reyes de Inglaterra desde hace un siglo largo y a la derecha del mismo, se halla la tumba de Ana de Clèves, la cuarta esposa del tremendo Enrique VIII. En el costado izquierdo, se ven tumbas reales de los siglos XIII y XIV. En el centro, nos encontramos con el Altar Mayor, decorado con un retablo en mosaico sobre la última Cena,. Y en el brazo izquierdo del crucero, se suceden las capillas de San Juan Evangelista, San Miguel y San Andrés, rodeados de las tumbas de casi todos los primeros ministros del gobierno inglés, entre los siglos XIX y XX, por lo que a ese sector se lo conoce como “el rincón de los Hombres de Estado”. Siempre por el lado izquierdo, pero en la nave principal, se ven una serie de capillas y mas tumbas reales, una de las cuales, la de la Reina Elizabeth, contiene los cuerpos de las reinas Isabel I, María I y los de los hijos pequeños de Eduardo IV, Eduardo V y del Duque de York, asesinados por orden de Ricardo III, en la tenebrosa Torres de Londres. Por los féretros de estos chicos, el lugar se denomina, “el rincón de los inocentes”. Y al fondo de la nave, puede admirarse quizás la capilla más hermosa de la abadía, verdadera obra maestra del arte gótico perpendicular tardío, dedicada a Enrique VII y caracterizado por molduras o nervaduras en las paredes y ventanas que se abren en abanico al alcanzar las bóvedas. La exuberancia ornamental es asombrosa y fue realizada por los hermanos Vertue al comienzo del 1500. También al fondo, se encuentra la capilla de la Fuerza Aérea, dedicada a los aviadores que murieron en la batalla de Inglaterra durante los meses de Julio a Octubre de 1940. Desde la capilla de Enrique VII se puede pasar al “Feretorio” que conserva las reliquias de varios santos, entre ellos, los de San Eduardo.
También apreciamos en la nave central, la “Silla de la Coronación”, empleada en tales ceremonias y por debajo, la “Piedra de Scone”, famosa roca sagrada para los escoceses, ya que allí coronaban sus propios Reyes desde el siglo IX.
En el brazo derecho del crucero, está “el rincón de los poetas”, donde yacen los más insignes escritores y poetas de la lengua inglesa. Y al fondo del mismo, la capilla de la Fe, con magníficos frescos. Muchas tumbas y capillas quedan sin mencionar para evitar la fatiga extrema del lector, pero resulta claro que esta abadía representa un gigantesco Panteón de los últimos diez siglos de la vida y cultura nacional para el gobierno inglés.
Saliendo ahora del edificio principal por un portal a la derecha, accedemos a los Claustros adjuntos y allí nos maravillamos con “Chapter House” que es una bellísima sala octogonal del siglo XIII, con una columna central que en el techo se deshace en finas nervaduras en una bóveda estrellada.
Aunque siempre queda mucho por ver, nos declaramos satisfechos con el recorrido y nos prometimos regresar (lo hicimos una vez).
Ahora nos dirigimos hacia otro lugar clásico del casco antiguo: la plaza Trafalgar que extiende su parque sobre una pequeña colina.
Este espacio conmemora la victoriosa batalla naval de ese nombre, donde el almirante de la flota, Nelson, aún herido de muerte, luchó hasta el final. Su estatua, ubicada en un punto central de la plaza, está de pié sobre una elevada columna que domina toda el área. Subiendo por la colina, vemos dos fuentes que emiten chorros de agua que dispersa el viento y más adelante, caminamos por escalinatas que llegan a la parte más elevada del parque. Allí nos enfrentamos a una construcción con estilo griego clásico. Estamos a las puertas de una de las pinacotecas mas importantes de Europa: La “Galería Nacional” que contiene una importantísima colección de cuadros desde el 1250 hasta nuestros días. En el interior de las galerías, encontramos cuadros muy representativos de la pintura italiana, francesa, flamenca, española y alemana, a lo que se suma, por supuesto, las grandes obras inglesas, salvo la colección de Turner, que tiene su propio museo en otro sitio de Londres. Disfrutar estos lienzos es un privilegio que requiere cierto conocimiento previo y sensibilidad para apreciarlos en profundidad. Ciertamente, las visitas guiadas que en tropel recorren raudos las galerías en compactos paquetes de turistas, no son la mejor forma de enriquecer el espíritu, ni de vibrar consustanciado con la creación del artista. A estas enormes pinacotecas, hay descubrirlas de a poco; a veces, cuando es posible, en varios días, sin sobrepasar el momento en que el cansancio hace presa de nuestro físico, pues como toda poderosa medicina, el exceso agota y no se disfruta..
Con Martha, en nuestro primer recorrido, nos concentramos en contemplar con detenimiento las pinturas que nos atraían, reconociéndolas a la distancia ya por la forma de sus trazos o por las características del colorido. Tales los casos de pintores italianos clásicos y de los impresionistas.
Luego de algunas horas de disfrutar estéticamente, volvimos a la plaza, siendo la tarde aún tibia y luminosa. Es que en nuestras visitas de octubre primero y julio, después, Londres no honró su tradición de neblinas. Los cielos fueron claros salvo ocasionales lloviznas, como para justificar los paraguas e impermeables infaltables en las películas inglesas.
Salidos de la Galería Nacional, cruzando la calle, se levanta una vistosa iglesia que fue parroquia real en los tiempos de Enrique VIII. Su fachada neoclásica y su torre en aguja, produce un agradable impacto visual. Su nombre es “San Martin in the Fields” y constituye un buen exponente de la arquitectura de su tiempo, con un elegante decorado interior.





Al sur de la plaza Trafalgar, al pie dela colina, se encuentra un espacio conocido como “Charing Cross” que se considera el centro mismo de Londres o la milla cero desde donde se miden todas las distancias en las carreteras que surcan la Gran Bretaña. Desde allí, al caminar por la avenida Whitehall, otra vez en dirección al Parlamento, se pasa por la Sede del Ejército que muestran sus guardias de a caballo custodiando permanentemente la entrada al edificio.
Hay una ceremonia de cambio de la guardia que se efectúa dos veces por día, resultando un espectáculo de agradable colorido, comparable con el de los soldados en el Palacio de Buckingham.
Un `poco mas delante de los edificios que ocupa el Ejército, encontramos una pequeña calle sin salida (es una cortada en realidad), con un valor simbólico extraordinario: me refiero a Downing Street y sobre su mano derecha se ve una puerta importante que ostenta el nº 10. Como casi todos saben, ellacorresponde a la residencia del primer ministro de Inglaterra. A escasos metros, otras puertas, con los números 11 y 12, dan acceso a los domicilios de otros miembros importantes del gobierno. Este callejón fue trazado en el 1600 y ahora, aunque cerrado al público, sigue siendo un poderoso imán para toda la prensa nacional y extranjera, en su búsqueda permanente de noticias.
Otros de los recorridos realizados, tuvo como centro el palacio de Buckingham con sus parques y casonas vecinas. Comenzamos la caminata en el Arco del Almirantazgo que atraviesa la avenida que une la mencionada plaza de Trafalgar con los aposentos reales. Esta amplia avenida de dos manos (the mall), ha sido el escenario repetido de los desfiles victoriosos y de los cortejos reales presentes en distintas celebraciones tan caros a la tradición inglesa.
Hacia la izquierda, esta vía bordea el aristocrático parque de Saint James, originariamente reservado a la nobleza y en la actualidad, abierto a todo el público, mientras que a la derecha se pasa por los jardines que hacen el fondo de una serie de residencias reales. Al frente, antes de dar con el Palacio, nos encontramos con el monumento a la Reina Victoria. Allí la anciana y gloriosa reina aparece de pie, con unos 4 metros de altura, sobre un amplio pedestal y rodeada por alegorías referentes a su prolongado y exitoso gobierno. Por detrás de la estatua, a un centenar de metros aproximadamente, se abre la extensa fachada del Palacio protegido por rejas de hierro dorado. Fue erigido a principios del 1700 por el Duque de Buckingham y en la actualidad es la residencia oficial de la Corte. Cuando el Rey o la Reina ocupan sus ambientes, la bandera real ondea en los balcones.
El portal de ingreso a palacio está custodiado por la guardia real, con sus típicos uniformes rojos en el verano y grises en el invierno y sus abultados gorros de cuero con pelo negro. Estos atléticos cancerberos son una fuente de atracción para el público, tanto por su aspecto inmutable y marcial, como por la ceremonia de su reemplazo, verdadero ballet que ocurre diariamente entre abril y septiembre a las 11.30 hrs, con la puntualidad inglesa.
Hacia la derecha del palacio, nos internamos por un angosto sendero peatonal atravesando el Green Park, para admirar una sucesión de mansiones que brillaron en su tiempo con todo esplendor. Así vemos Lancaster House, construcción del comienzo de la época Victoriana, Spencer House; el palacio de Saint James, de estilo Tudor, construido por Enrique VIII en el siglo XVI; Clarence House, residencia de la reina madre y Marlborough House, elegante edificio de ladrillos rojos proyectada por el famoso arquitecto Wren como vivienda para la esposa del duque y en la actualidad, propiedad de la corona.
Seguimos por el corazón aristocrático de Londres, cruzando frente a clubes selectos, venerables construcciones y célebres comercios. De allí salimos a Piccadilly, nombre de todo un barrio con lejanas resonancias en la memoria de los argentinos, hoy muy activo comercialmente, con algunos hoteles de lujo, oficinas de grandes empresas, edificios como Trocadero, Rock Circus, e importantes negocios. Su centro es la plazoleta de Piccadilly Circus, verdadero nudo del tránsito vehicular adonde confluyen varias avenidas, siempre repletas de automóviles y ómnibus de transporte y de turismo. En la plazoleta se destaca una cantarina fuente con la escultura graciosa de un niño conocido como el pequeño Eros.






La calle Piccadilly atraviesa luego el coqueto barrio de Mayfair, a través de lujosas viviendas, hasta el Hyde Park, con un trayecto rectilíneo de casi 1600 metros.
El Hyde Park es uno de los espacios verdes mas renombrado dentro de los numerosos parques propios de las capitales europeas. Constituye un verdadero pulmón en la contaminada atmósfera de la city y en los días tibios de Junio – Julio, nos dicen que un verdadero enjambre humano circula por sus múltiples senderos, a pie, en bicicleta, patines o patinetas, mientras que otros se reúnen para escuchar en el “speakers corner” a los oradores de turno, que sobre una pequeña tarima critican o denuncian políticas de Estado u otros vicios de la sociedad inglesa, con toda libertad. Según la información disponible, lo de la tarima no es para ser mejor visto u oído, sino un artificio para no tocar el suelo inglés y por ende, no ser pasible de sanciones por las diatribas contra la Corona u otras de las Sacrosantas Instituciones de Gran Bretaña.
En esta gran superficie arbolada, de unas 160 hectáreas, el tránsito vehicular está prohibido, siendo muy frecuentes los festivales de música y otras atracciones populares. El parque está embellecido por monumentos, construcciones y fuentes, destacándose el “Wellington Arch”, levantado en 1828 por Burton en honor del duque. Un lago artificial, cruza casi en diagonal al parque, delimitándolo de otro contiguo, que corresponde a los jardines de Kensington.



También aquí, la mano del hombre ha empleado a la naturaleza para crear belleza. Setos de verde ligustro enmarcan fuentes de aguas cristalinas rodeadas de estatuas y flores, sobre un piso escalonado que brinda mas intimidad a los espacios cercados por dichos ligustros. Peces y pájaros pueblan agua y aire en un alarde de vitalidad estival. Entre encinas y abedules, nos encontramos con una construcción barroca de ladrillos rojizos que se conoce como “la Orangerie”, con relieves romanos del siglo II, traída de Villa Adriano en Tívoli, en las afueras de Roma. Al final del parque se destaca el perfil de los Palacios de Kensington, que están abiertos al público y bien valen una visita. Allí nació la recordada Reina Victoria y ocasionalmente es ocupado por algún miembro de la nobleza. En la planta baja, están los Apartamentos de Estado, ricamente decorados, con una colección de cuadros que corresponden a las distintas figuras de los Reyes y altas personalidades de la corte. En el comedor de la Reina, se aprecian pinturas flamencas y en su dormitorio, cuadros de Van Dick, Maratta y Teniers el joven. Bellos tapices cubren las paredes de la “cámara privada” y los techos, obra de Kent, muestran pinturas magníficas. Subimos luego por una amplia escalera, con balaustrada de hierro forjado y en la galería del Rey, apreciamos una colección de obras de Rivera, Guido Reni y del ya mencionado Van Dick. Una pieza interesante que se encuentra en el piso superior, es un gran reloj musical que descansa sobre un pie de madera muy trabajada que muestra imágenes de la historia de los distintos linajes reales y se conoce como “el templo de las cuatro grandes monarquías”.
Pocas instituciones tienen el prestigio internacional del British Museum, cuyos orígenes se remontan al 1753, cuando Sir Hans Sloane agrupó en un edificio sus importantes colecciones, constituyendo el primero de los museos públicos en el mundo. La cantidad y calidad del material que hoy día se atesora en sus amplísimos ambientes, en general de origen foráneo, es invalorable y al parecer, infinita. Nuestro recorrido inicial nos llevó un día completo, con el merecido intervalo del almuerzo, en el restaurante del museo. Entre la multitud de objetos observados, los mas extraordinarios y que perduran en nuestra memoria, son: la Piedra Rosetta, fragmento rectangular de roca granítica, de poco menos de un metro de alto, con caracteres firmemente grabados en símbolos jeroglíficos egipcios, idioma griego y demótico que al ser hallada en 1799, permitió a Champollión que acompañaba al ejército Napoleónico, descifrar por primera vez, la escritura egipcia de la época Faraónica. También son impresionantes las metopas y esculturas que adornaban al Partenón de la acrópolis de Atenas, así como las cariátides del Erection en un mármol blanco y perfecto, esculpido por la insuperable mano de Fidias, el máximo escultor del siglo de oro ateniense. Aún se discute en la actualidad una posible devolución a Grecia de este patrimonio artístico insuperable, trasladado a Gran Bretaña por el embajador Lord Elgin, en tiempos de la dominación turca. Allí se luce asimismo, el Templo de Artemisa que recuerda a los templos completos que se exhiben en el museo Pergamon de Berlín.















































Recorriendo Londres, encontramos muchos otros lugares destacables, pero su descripción haría la lista interminable. Menciono tan sólo el Museo Turner que visitamos en nuestro segundo viaje, donde se agrupan las principales obras del pintor y la renombrada Galería de arte Tate sobre el Támesis con sus exposiciones transitorias, aparte de su propio tesoro pictórico. Luego, uno disfruta caminando por la ciudad en sí, con sus calles donde transitan muchedumbres ordenadas, sus barrios de casas victorianas de rojos ladrillos, los mencionados “Pubs” para cuando muere la tarde y la cortesía proverbial de los ingleses.
El recuerdo que persistió a la visita fue muy grato y enriquecedor. El pueblo inglés es indiscutiblemente un gran pueblo, aunque en su política exterior persista aún cierta mezcla de fenicios y bucaneros. Su situación insular e imperial ha condicionado muchos hábitos y tradiciones y nuestro país ha sufrido duranmente por tal política, pero se trata de una nación fascinante y meritoria deseando que el destino nos permita regresar en otras ocasiones. Sólo que el tiempo no sobra ya en nuestras alforjas
Cuando en 1971 partimos de regreso rumbo a Francia la travesía no fue plácida. Una fuerte tempestad estalló a nuestro arribo a los acantilados de la costa. Por los vientos huracanados el viaje en Hoovercraft, fue cancelado y nos derivaron a los mucho mas estables transbordadores que salían de Dover a Calais y que, sin importar el tiempo reinante, realizaban con regularidad el cruce del famoso canal de la Mancha. Allí fuimos con el auto y por alrededor de una hora nos bamboleamos locamente sobre las encrespadas aguas del Atlántico que agitaban al pesado transbordador como una hoja en la tormenta. Cielo y mar confluían en un horizonte obscuro y el ruido de platos y vajilla que al caer, se rompían, terminaba mezclado con el agudo silbido del viento que lograba filtrarse por los ventanales de la embarcación. Fueron momentos embargados de tensión, al final de lo cual, apareció la costa francesa y Calais nos recibió en calma, para gran satisfacción nuestra.
Salimos a la ruta y por segunda vez, descansamos en el inolvidable París.