Un paseo por Atenas, el mar Egeo y alguna de sus islas griegas.
por Dr. Roberto Ítalo Tozzini
Como me he caracterizado por mi incapacidad de permanecer mucho tiempo en el mismo sitio, superado el grave conflicto con Chile, que en 1978 nos acercó a una guerra fratricida, comencé a elaborar un nuevo viaje a Europa, a partir del Congreso Mundial de Esterilidad, uno de mis temas predilectos, que se realizaría en Madrid, en Julio de 1980. Así programé uno de los viajes mas bellos de mi vida, pues visitaríamos la cuna de nuestra civilización, lugares que siempre me habían fascinado: Grecia, Asia menor y Egipto. Estos viajes han sido las únicas acreencias que no me han podido quitar ni congelar, los sucesivos gobiernos nacionales en su avidez para obtener recursos con el fin de alimentar a la casta política ineficaz y corrupta. Mi felicidad se ha nutrido en parte con el conocimiento de esas culturas y de las bellezas presentes en los lugares de origen de nuestros ancestros y con la tradición que también ellos heredaron, más el regocijo íntimo de compartir estas experiencias con Martha, mi compañera de toda la vida.
Luego de una deliciosa estancia en Roma, la tercera en la cuenta y ya en 1980, retomamos el avión en el aeropuerto Leonardo da Vinci y nos dirigimos hacia el este, cruzando el adriático, en busca de una de las civilizaciones fundadoras que siempre me deslumbró desde los lejanos días del colegio secundario: Atenas y Grecia nos esperaban con su bagaje increíble de historia y sus ruinas magistrales. El pasado griego, sus ciudades- repúblicas, sus luchas de predominio, la valoración de lo humano, la profundidad del pensamiento y su arte exquisito, siempre ejercieron sobre mi pensamiento, un atractivo particular.
Esparta y Atenas, ejemplo de organizaciones políticas opuestas; las guerras del Peloponeso que fueron su consecuencia, los tan humanos dioses del Olimpo. Los orígenes de la democracia y nuestras raíces filosóficas; Sócrates, Platón y Aristóteles. Las primeras grandes narraciones y la lírica épica; Homero, la Ilíada y la Odisea; Esquilo, Sófocles, Plutarco y las conquistas fulminantes del macedonio Alejandro el Magno. Todos esos pensamientos se agolpaban en mi cerebro mientras el avión, buscaba pista en Atenas.
Y la aeronave de Alitalia tocó tierra y a mi vista aparecieron el cerco rocoso de los montes pentélicos que rodean a Atenas. Estuve tentado de arrodillarme a besar el suelo que transitaron los primeros avanzados de nuestra civilización, pero necesidades más urgentes me ocuparon, ya que el aeropuerto en esa época era un pequeño pandemonio, desorganizado y ruidoso y debía cuidar de nuestro equipaje que rescaté en medio de un ambiente tumultuoso. En general y en los viajes sucesivos, pese a las remodelaciones e inauguraciones, el aeropuerto de Atenas casi siempre fue un lugar confuso y agitado del que urge salir.
Luego el viaje en taxi, que nos llevó raudamente o mejor diría, enloquecidamente, por calles cortadas y avenidas de irregular recorrido (por momentos dudábamos si el camino que seguía era el correcto) hasta desembocar de improviso en el centro antiguo de la ciudad y estacionar con gran alegría nuestra, en la entrada del hotel que amablemente nos aguardaba, frente al mismo templo de Júpiter y a la vista soberbia de la Acrópolis.
A este viaje inicial, frente a la atracción que estas tierras nos generaron, siguieron otros 8 más a lo largo de 20 años, por lo que intento comunicar en este relato, el cuadro total de tantas visitas, con algunos cambios que se fueron sucediendo en esta historia breve, en comparación con la evolución de los distintos pueblos que la habitaron y que lleva ya más de 25 siglos.
El mismo día del primer arribo, a la tarde, salimos a recorrer los alrededores, para terminar cenando en un café del cercano barrio de la Placa, adonde llegamos a pié. Este concurridísimo barrio, corresponde a la parte de la población que vive al pie del gran peñón sobre el que se yergue el Partenón y otras ruinas venerables de la ciudad sagrada. Cruzada por múltiples callecitas que se entrelazan, subiendo y bajando, ha surgido un barrio típico, de gran atracción turística, poblado de negocios donde el regateo es ley, con íconos religiosos, objetos de plata labrada, pinturas, collares, pulseras y artesanías sin fin, ambiente festivo y bares y restaurantes populares que funcionan en continuo, desde el desayuno hasta el anochecer.
La vegetación tropical, aporta aquí su cuota de verdor y se concentra en una pequeña plaza que permite respirar bajo su sombra, aire libre a este mundo superpoblado y laberíntico con viejas iglesitas de reducidas dimensiones donde se disputan los ritos ortodoxos y católicos que practican la piadosa grey.
Visible desde todos los ángulos, como una referencia inevitable, está la mole gigante de granito. Surge de la ciudad vieja, como un hongo pétreo, coronándose unos 100 metros arriba, con el perfil perfecto de un gran templo, profundamente destruido y otras bellas ruinas de mármol puro. Ello es la acrópolis, o ciudad elevada, centinela inmutable, que se levanta por sobre las otras colinas de Atenas, con un impecable color claro durante el día y con tonos de amarillo- dorado, a medida que la tarde va cayendo en los brazos obscuros de la noche y la iluminación corre por cuenta de potentes reflectores.
Por un par de horas, luego de consumir platos típicos y beber el ligero vino del lugar, deambulamos por las alegres y despreocupadas callejuelas peatonales de la placa. Todas las lenguas del mundo se escuchaban en este entramado vital, que serpenteaba entre casas de dos plantas con sus fachadas de estuco y mínimos jardines con palmeras y limoneros al frente. Este abigarrado conjunto, se desparramaba por la base y las laderas norte y este del peñón, como marcando una separación entre los Dioses eternos que moraban en los mármoles de arriba y los perecederos humanos que hormigueaban a su pie.
En la mañana siguiente de nuestro viaje del 80, como invariablemente ha ocurrido en las veces que hemos visitado a Atenas entre mayo y septiembre, el cielo permanecía celeste y el sol nos bañaba con su cálida luz. Siempre bien temprano, evitando el rigor del mediodía, emprendíamos la marcha, esa vez, hacia la meseta ilustre, para buscar entre sus ruinas quizás la esencia perdida de nuestra civilización.
Saliendo del hotel y cruzando una avenida, pasamos por el templo de Zeus o Júpiter, obra de Adriano, el más heleno de los emperadores romanos, que lo hizo construir en el siglo 2 después de Cristo. Originariamente sus considerables dimensiones eran de 107 metros de largo por 41 de ancho, con 84 columnas, de las que sólo 15 quedan en pié. La estructura del Templo, desapareció. El tiempo y los invasores persas o turcos con las poblaciones incultas que se sucedieron, terminaron por destruirlo. Como arco de ingreso a las ruinas, se levanta un gigantesco portal de mármol, conocido como la puerta de Adriano y que en su momento, separó la ciudad nueva, que incluía este templo, de la Atenas helénica o antigua. Unos pasos más fuera de la puerta de Adriano y nos encontramos con una joyita arquitectónica, llamada la linterna de Lisíscrates, que es un pequeño monumento, expresión refinada del arte dórico y erigido a propósito de unos juegos florales del siglo V a.C.
Después bordeamos la colina de las musas y por el sur, llegamos al pié de la acrópolis, a la altura de un viejo teatro, escavado en la misma roca y que aún se mantiene en funcionamiento, con una acústica extraordinaria. Este teatro, con fachada romana, fue construido también en el tiempo del emperador Adriano, contemporáneo por lo tanto del templo de Júpiter, y se denomina, el odeón de Herodes Átticus. Allí suele presentarse el festival anual de música, danzas y teatro griego, junto a otros espectáculos populares.
Ascendiendo por la calle que pasa por delante del teatro, vamos acercándonos a la ciudad sagrada de los atenienses. A pocos metros, nos espera el ingreso a la Acrópolis que encierra monumentos de una perfección máxima, expresión de un pueblo de artistas que en los riquísimos siglos V y IV antes de Cristo, alcanzó un momento cumbre de su historia. En ese entonces, Atenas constituía el centro del poder político y cultural del mundo antiguo conocido y sus aportes, salvo en lo religioso, constituyeron la piedra basal del pensamiento filosófico y la estructura ético-social del mundo occidental de nuestros días. Hasta nuestra medicina tuvo sus albores en la isla griega de Cos, por esos años, bajo el pensamiento lúcido de Hipócrates, que reemplazó con su observación de los hechos naturales del cuerpo y el razonamiento, a siglos de brujería y superstición.
Ya estamos frente a los Propileos, pero antes de ingresar, permítaseme algunas reflexiones.
Cuando comienza la construcción del Partenón, el arte griego había alcanzado su apogeo, caracterizándose por un alto sentido del equilibrio en las formas y armonía de las proporciones. Existe un paralelismo entre las tendencias estéticas de este “milagro griego” y las concepciones permanentes del hombre que lo ha llevado a perdurar en el tiempo. En ese siglo “de oro”, 500 años antes de Cristo, el arte dórico llega su cima de la mano de tres grandes artistas. Mirón, que consigue en sus estatuas, trasmitir la sensación de movimiento como es el caso del “discóbolo”, donde el jugador tensa sus músculos para el esfuerzo final. Policleto, que estudia el cuerpo masculino, determinando sus proporciones ideales y muchas de las figuras en mármol de bellos jóvenes y atletas, son obra de su cincel. Y finalmente Fidias, el mejor de todos quizá, da a los dioses una majestad sin igual, trasmitiendo la gracia propia del cuerpo noble y deslumbrando por su capacidad para dotar a las prendas con que revestía a sus personajes, de una ligereza y liviandad tal que parecía imposible realizarlas en piedra, mármol o metal. En sus dos obras maestras su ambición de lograr lo sublime lo llevó a que las mismas NO perduraran en el tiempo: la estatua de Zeus que ocupaba el templo de Olimpia incluía metales preciosos y la enorme estatua de Atenea de 14 metros de alto y entronizada precisamente en el Partenón, elaborada con placas de oro y marfil ensambladas, fueron desarmadas y fundidas por los invasores bárbaros mucho mas tarde, debido al alto valor intrínseco de sus materiales.
Estos fueron los arquitectos y escultores que trabajaron en diseñar y enriquecer las construcciones de la ciudad sagrada, bajo la influencia y el estímulo de Pericles, otro intelecto superior de aquella época.
Este recuerdo encendía mi entusiasmo e imaginación, mientras subía por los gastados escalones de los propileos que custodian la entrada a la acrópolis. Las columnas dóricas de mármol, delimitan un camino central, con dos alas laterales que cerraban la posibilidad de otro ingreso. Esos ambientes de los lados, según registros, con techo de mármol y gráciles columnas jónicas de sostén, han desaparecido por completo. Luego de la escalinata, se ingresa a la ciudad en sí, que sufriera sucesivas reconstrucciones. Antes del Partenón, se levantaba en el punto mas elevado del peñasco, un templo dórico llamado Hecatómpedon, por su salón principal de una longitud de 100 pies. Fue destruido por los Persas en el año 480 A. C. Precisamente, como reparación, Pericles resuelve ordenar las obras del Partenón, 26 años mas tarde. En el año 438 A. C., esta joya de la arquitectura, se inauguraba con toda la pompa de una ciudad imperial. El material empleado en la construcción fue un mármol pentélico con reflejos dorados y la dirección de las obras correspondió a Fidias. El templo dórico es de una perfección sublime. Tiene una forma rectangular clásica, con 8 columnas en los extremos y 17 en sus caras laterales. Para producir un efecto de equilibrio y gracia, las columnas acanaladas, mostraban proporciones perfectamente calculadas entre el diámetro de la base y su altura. Además, estaban sutilmente inclinadas hacia adentro en su extremo superior, para mejorar la perspectiva del conjunto y sostener con mas vigor el techo. Las medidas externas del Partenón, no eran descomunales sinó armoniosas; tenía 30 metros el frente, casi 70 metros el largo y 20, su altura. Según se ha escrito, el Templo, visto a la distancia desde los barcos que llegaban al Pireo, coronando la montaña, daba una sensación de majestad insuperable.
Las columnas sostenían un friso exquisitamente engalanado con esculturas y bajo relieves de gran calidad y colorido y en el clásico frontón triangular, presente en ambos extremos, Fidias y sus discípulos colocaron sus mejores obras. Recordemos que por la dominante estética de las proporciones de esa época, el triángulo del frontón, debía tener una altura igual al octavo de su base. Todas las columnas rodeaban la construcción interior, constituyendo un peristilo que la protegía. La edificación interna contaba con un espacioso hall de ingreso o “pronaos”, luego una reja de hierro que se anteponía a un especie de altar adonde se depositaban las ofrendas (“cella”) y luego se extendía el gran salón con doble hileras de columnas adonde se admiraba la imponente estatua de Atenea, la diosa protectora de la ciudad. Palas Atenea o Minerva, con sus 47 pies o 14 metros de altura, llegaba casi al techo del templo, abierto en su centro para permitir la entrada de la luz. La construcción incluía una pequeña pieza, bien resguardada, llamada el opistódomo, donde se guardaba el tesoro de la ciudad.
En el exterior, en el frontón occidental, las figuras salidas de la mano de Fidias, recordaban en mármol, la lucha mítica entre Poseidón y Atenea por el predominio en el Ática, que logró esta última. En el frontón del oriente, se representa el nacimiento de la Diosa. A su vez, el friso, contaba con 92 metopas o espacios, separados por tres barras verticales o triglifos, donde se desarrollaban relieves de escenas mitológicas salidas del inigualable cincel de Fidias. Algunas de estas 92 metopas (14 en cada extremo y 32 en las caras laterales), se han perdido, otras están en reparación en los museos de Atenas y 15, las mejores, fueron llevadas a Inglaterra por Lord Engin y se exhiben en el Museo Británico. Una sola de las metopas se encuentra en el Louvre. En su tiempo, el Partenón estuvo pintado de vivos colores; las estrías de las columnas de rojo, los triglifos en azul con sus barras en ocre y los dos frontones tenían su fondo pintado de rojo obscuro para que resaltaran las estatuas de mármol casi blanco.
Este logro insuperado de la arquitectura, de la que hoy sólo persisten relatos, dibujos y despojos aún muy bellos, en permanente reparación, tuvo una evolución trágica. En el siglo VI, siendo emperador Justiniano, el templo fue consagrado a la Virgen María, para lo cual se realizaron algunas burdas modificaciones de estilo. Luego vinieron los turcos, que incapaces de valorar la belleza de sus líneas, la convirtieron en mezquita, comenzando una verdadera destrucción de su estructura, que completaron los venecianos, cuando los cañones de sus barcos, hicieron blanco en el precioso edificio, en el 1687. El broche final de las desgracias, ocurrió poco después, cuando el Partenón, convertido en polvorón por los turcos, voló por el aire, destruyendo definitivamente la irreemplazable pinacoteca que asentaba en los ambientes del ala izquierda de los propileos. La explosión reventó los muros y paredes del templo y volteó las columnas que aún quedaban en pié. No obstante, la posteridad ha podido conocer en buena medida las características de esta construcción excelsa; por un lado, por las múltiples descripciones que perduraron desde la antigüedad, sumado al empleo de las ruinas dispersas por la acrópolis, conservadas con todo el amor de los griegos por su pasado de grandeza, y por el otro, gracias a detallados dibujos del pintor Jacques Carrey, que por encargo del gobierno francés, realizó de todas las esculturas que aún poblaban el Partenón antes de su voladura. En la actualidad, con minucioso tesón, la piedra original se ha ido recuperando, a veces, en trozos minúsculos y el gran mecano se va rearmando lentamente, con persistente esfuerzo local y generosa ayuda internacional. En esta primera visita, la tarea apenas comenzaba; en viajes sucesivos, la vi avanzar lentamente y para el año 2000, la restauración del Erechteion casi se había completado y en el Partenón volvía a lucir su doble hilera de columnas Ahora la nueva fecha es el 2004, en que volverán a celebrarse olimpíadas en suelo griego, donde nacieron una vez. Estos templos milenarios, aunque con seguridad no volverán a recuperar jamás la increíble elegancia original de los tiempos de Pericles, seguirán allí, fascinando al viajero como un legado increíble, de un pueblo extraordinario, que en este primer renacimiento de la humanidad, supo crear belleza a un nivel que quizás no podrá ser superado.
Pero además del Partenón queda mucho por ver en la acrópolis. Al costado derecho del ingreso, superados los propileos, nos encontramos con una pequeña construcción de atractivo diseño. Tiene en su frente 4 columnas jónicas y es el templete de Atenea Nike o atenea victoriosa, realizado por Kallikrates para celebrar la victoria de los griegos sobre los Persas en el 424 A. C. Una sensación de equilibrio, trasmite la obra, de insuperable elegancia. Destruida como todo en la Acrópolis, por sus reducidas dimensiones fue la primera en ser restaurada, ya en el 1800. También Lord Elgin, en su momento embajador Británico ante el Sultán Otomano, desmontó parte de este templete y lo llevó a Inglaterra, junto a los frisos y metopas del Partenón. Hoy los griegos, presionan por su devolución.
Una buena noticia que ha sido publicada muy recientemente (Junio 2022), menciona que finalmente el gobierno Inglés ha aceptado el pedido de restitución en forma parcial y que será devuelto el friso original con sus estatuas del frente del Partenón que estaban en exhibición en el Museo Británico..
Ya mencionamos que hacia la izquierda del ingreso, se levantaba la pinacoteca Ateniense, básicamente, una galería de retratos y muy pocos paisajes. Al parecer, a pesar de figuras como Apeles, la pintura no había alcanzado la fuerza expresiva de las otras artes griegas. Pero esto no minimiza la pérdida, que fue completa, ya que aquí habían emplazado los turcos su polvorín que voló al parecer alcanzado por un rayo.
El Erechteion (en griego) es la 2º joya de esta corona. En su momento fue el santuario mas importante de la ciudad, y dedicado, como casi todos, a la diosa Atenea. Como se dijo, la restauración básica ha concluido y desde los años 90, puede apreciarse con deleite la armonía de sus líneas. Su nombre proviene de Erectea, héroe en parte mitológico, considerado el primer Rey del Ática y servidor de la diosa, que según la leyenda, lo habría criado y educado en su propio templo. Al frente, el Erectión presenta un pórtico de estilo jónico, con tres niveles diferentes. En su ala sur, el friso es sostenido por seis cariátides que por su aspecto admirable de nobleza y dignidad, se han hecho famosas en todo el mundo. En el lugar se han colocado excelentes copias, ya que las originales, como tantas otras cosas, están en los salones del museo británico. Las figuras de estas mujeres vestidas con livianas túnicas, reemplazan al cuerpo de las columnas y su nombre proviene de Caria, ciudad del Peloponeso que se alió con Persia para combatir a los griegos atenienses. Luego de la gran victoria de estos últimos, los griegos arrasaron Caria, ejecutando a los varones y haciendo esclavas a sus mujeres, llamadas las cariátides. La colocación de estas figuras estatuarias, de enigmático gesto, sosteniendo el peso del edificio, pudo haber significado, su condición de sometimiento.
En el extremo oriental de la meseta se ha construido un pequeño museo, con los restos de roca y mármoles que aún faltan reubicar. Su recorrida es interesante y sirve para ponernos por unos minutos al abrigo, del sol de fuego que en verano abrasa esta superficie abierta.
Y todavía queda admirar el paisaje. Es que desde la meseta, toda Atenas se despliega como una alfombra abigarrada, con sus casas, edificios, parques y avenidas hasta las laderas montañosas del Pentélico. Las colinas vecinas, surgen como islotes ciudadanos y la pincelada celeste del meridional mar egeo, pone su nota de tranquilidad en el Pireo cercano.
Mirando por sobre la baranda de rocas en el lado sur, veremos dos teatros, recostados sobre la misma base del peñasco: el de Dionisio al este y el de Herodes, ya mencionado, al oeste. Al primero, nos referiremos mas adelante.
Y ahora bajamos por la ladera norte para reponer energías. Primero encontramos una colina mas pequeña, el Aerópago, al que accedimos con el esfuerzo adicional de subir unos escalones tallados en la piedra y peligrosamente resbaladizos. Desde esta altura menor, se divisa con claridad, el templo de Vulcano, el Ágora o mercado antiguo y pequeñas iglesias bizantinas esparcidas en un campo irregular poblado por rocas y ruinas variadas. La importancia de este promontorio, proviene del hecho que desde allí, solía predicar Sócrates a los atenienses. Este excelso modelo humano, elaboró en sus discursos las preguntas esenciales de la conducta humana, empleando una forma de diálogo con sus contemporáneos, lo que le permitía ir construyendo sus conclusiones. Con su vida y enseñanzas, Sócrates desarrolló un puro código de moral y ética, que perdura hasta nuestros días. A partir de la revolución intelectual, iniciada por los sofistas y continuada por el gran filósofo, se incorpora al pensamiento y a la ciencia, el sentido crítico y la conclusión práctica, con tanta fuerza, que ya no se pudo prescindir de ella en el análisis. Si bien Sócrates sigue las huellas de los sofistas en cuanto a la valoración del individuo como tal, tiene vuelo propio y plantea ante todo la necesidad de conocerse así mismo, de ver en el propio ser para convencerse y actuar con la verdad de lo que se piensa y siente. Hombre modesto y ciudadano ejemplar, dio tremendo testimonio de sus principios, en base a su conducta, al aceptar el sacrificio de su vida, que bien pudo evitarlo, bebiendo el veneno de cicuta contra el clamor de sus amigos, que proponían desobediencia o huída, para cumplir con la sentencia de muerte impuesta por el corrupto consejo gobernante.
Lamentablemente, este pensador, no se dedicó a escribir sino que, como Jesús más tarde, se limitó a dialogar con sus discípulos y ciudadanos, quedando para Platón la formidable tarea de volcar en páginas lo dicho por el gran maestro. Así surgió sus “Diálogos”, de cuya lectura disfruté cuando joven, y otros escritos que bastan para considerarlo el precursor del método deductivo, de la duda metódica, la introspección y la moral basada en la ética. En realidad, este gran hombre, resume el pensamiento y la conducta heroica de su siglo. Sus seguidores dieron lugar a distintas escuelas filosóficas, cuyos nombres y alguno de sus conceptos perduran en nuestros días. De allí provino la escuela cínica, llevada a la práctica por Diógenes, el anti- héroe; el hedonismo de Epicuro y Arístepo y sobre todo, la academia de Platón, quien se reunía con sus discípulos en los jardines de Academo, de donde le queda el nombre. Platón fue otro de los faros de ese siglo y a la inversa de Sócrates, muy aficionado a la escritura, legándonos obras maestras de gran encanto poético, con razonamientos sutiles y una profunda dialéctica que influyó en la concepción del hombre occidental. Su inclinación por las verdades exactas y las matemáticas, formaron a su vez, a un seguidor suyo, Aristóteles, constituido en la base original y monumental de estas ciencias, que dio origen por su parte a un grupo de alumnos que se reunían en el gimnasio de Apolo Licaios, por lo que pasaron a llamarse, alumnos del Liceo o “peripatéticos”.
Y volviendo a nuestra experiencia terrestre, a la colina del Aerópago, recordemos que aquí, según la mitología, fue juzgado Ares, dios de la guerra, por haber dado muerte a uno de los hijos de Poseidón. Por este motivo, una pequeña cueva en el interior de la roca, corresponde al santuario de las Euménides o diosas de la venganza.
Terminado el descenso desde la acrópolis, damos con una de las construcciones divisadas desde arriba, que contiene una larga galería bordeada de columnas y un edificio de dos plantas: es el ágora moderno, ahora museo, edificado sobre las ruinas del viejo mercado. A la izquierda se divisa otro templo muy bien conservado, precedido por una pequeña iglesia de estilo bizantino. El templo, de dimensiones modestas y puro estilo griego clásico, es el de Vulcano o Hefestos, con sus columnas dóricas intactas y presentes las lajas originales del techo, lo que lo hace a esta construcción, la mejor conservada de la Atenas pre Cristiana con el correr de los siglos.
En cuanto a la pequeña iglesia, denominada San Pablo apóstol, fue levantada en el siglo IX, en el lugar en que solía predicar el gran seguidor de Cristo. Profundo contraste con un intervalo de cinco siglos: magnificencia en los templos dedicados a dioses imperfectos con su Olimpo tan humano. Estos seres superiores comparten todos nuestros vicios, conspiran, traicionan, sienten celos, sufren de amores y tempestuosos odios; sus costumbres son disolutas, las infidelidades son frecuentes y hacen del ser humano, mas un rehén que un devoto. Están hechos en verdad, a la medida y semejanza de los hombres que los idearon y resultan una suerte de proyección exaltada de sus mezquindades, pasiones y grandezas. Este riquísimo Parnaso, fruto de la desenfrenada fantasía griega carecía de la moral propia de un Ser superior y trascendente. Así su existencia duró lo que la civilización helénica y quedó en la posteridad como la rica trama de una historia fantástica.
La iglesita bizantina, en cambio, junto a otra cercana y modesta de la “Transfiguración”, son testimonios sentidos de la gran religión monoteísta, que nació en un pueblo relativamente secundario, como fue el judío, prisionero y esclavizado por egipcios, persas y romanos y que a la llegada del “mesías”, sobre la base de su tremenda fuerza moral y sus acciones milagrosas, revolucionó el mundo conocido, en sólo tres años de vida pública, legándonos un sentir también de altísimo sentido ético, que 20 siglos después, continúa siendo la luz y la esperanza de una sociedad muy desarrollada tecnológicamente, pero confundida como siempre ante la gran incógnita de la muerte y propensa permanentemente a destruirse luchando entre sí.
Unas pocas cuadras más, en el tiempo que duraron estas cavilaciones, y nos encontramos en la intersección de las calles Adriano y Eolo (dios del viento), donde observamos otra manzana con restos de columnas y arcadas, dominados por una hermosa torre octogonal, llamada la torre de los vientos. En cada una de sus ocho caras, muestra relieves de personajes alados, de muy delicada terminación y se eleva a unos 14 metros de altura, dominando las ruinas del llamado “foro romano”, complemento de la cercana ágora antigua. Estos ambientes cubiertos o “stoas”, eran empleados no sólo para transacciones comerciales, sino como resguardo del calor que agobiaba a negociantes, políticos o filósofos por igual. Se trataba en realidad, más de un centro cívico que de un mercado como lo entendemos en la actualidad.
Luego del largo andar, correspondía un reparador y tardío almuerzo, a la sombra de limoneros, con excelente pescado del próximo mar, ensaladas griegas con quesillos frescos, litros de agua mineral y el frutado vino local. Con el ingreso de calorías, el alma volvió al cuerpo y pudimos conversar sobre el extraordinario viaje al pasado que habíamos realizado. En realidad ese núcleo fundacional de Atenas, es un museo arqueológico abierto al mundo y el poder de atracción de esas rocas y mármoles ruinosos ha sido tan grande, que cada vez que regresamos a Grecia, desafiando el calor y el cansancio, volvemos a recorrer piedra a piedra, las glorias pasadas de la acrópolis. Aunque ahora está todo cercado para cobrar entradas.
Al día siguiente, visitamos los teatros.
El odeón de Dionisio, resultó de gran interés, tanto por sus restos como por la historia que lo acompaña. Ya dijimos que se encuentra al pie del sagrado promontorio y fue construido en el año 534 antes de Cristo. Fue el principal teatro en la época de oro de la ciudad, con una capacidad para 17000 (¡!) personas sentadas y una acústica formidable que permitía escuchar diálogos susurrados de los actores a decenas de metros de distancia. El teatro fue embellecido en el siglo I, d.C. por indicación del emperador Nerón, que asistió a algunas representaciones. Hoy está muy deteriorado. Buena parte de las gradas de piedra, han sido destruidas, pero la primera fila persiste, constituida por asientos con respaldo, todos en mármol, con tallas y relieves de exquisita terminación. En el escenario o proscenio, también de mármol, se ven esculturas griegas y romanas, de hombres de cuerpo musculoso y mujeres cubiertas con livianas túnicas. También se ve la imagen de Dionisio y el de un Atlante que sostiene una mesada de mármol blanco al fondo del escenario.
La amplitud de estos teatros estaba en relación a la importante función social que cumplían los mismos, ya que mediante rimas y parlamentos, los principales autores de la época, fueron trasmitiendo novedades, pensamientos, emociones y conductas para modelar los principios y el espíritu de la población griega. También, mediante tales diálogos, fueron consolidando el lenguaje. En general, la asistencia a las funciones era gratuita y los ciudadanos más ricos se encargaban de sufragar el costo del vestuario, del coro y del actor o actores. Autores como Sófocles, volcaban en estas funciones, su vena poética, relatando acontecimientos notables de la sociedad.
En cuanto a Dionisio, elegido como “padrino” de esta actividad de gran repercusión popular, responde al culto del dios más joven, con importante impacto en la poesía y las costumbres de los griegos de esa época.
Fue en sus masivas fiestas donde surgió el drama lírico, la sátira, la comedia y la tragedia. Estos teatros dieron nueva y apasionada vida al arte, al tiempo que se honraba a Dionisio, representado en la época de Pericles, por un joven apuesto, con ropas ligeras y rodeado de bellas mujeres, disfrutando del fruto de la vid. En los festejos populares, desbordaba una alegría bulliciosa, que duraba varios días e incluía brillantes representaciones teatrales que causaban admiración a los atenienses y extranjeros. Mucho más tarde, los romanos recogieron sólo los aspectos libertinos de los festejos y transfiguraron a Dionisio, en el dios Baco, con una exaltación de la bebida, en sus famosas bacanales.
Dionisio como dios, está ya presente en la épica griega de Homero, que lo menciona en sus versos de la Ilíada, dándole un origen traciano. En la tradición tebana, nace del muslo de Júpiter y las ninfas de la tierra, lo transforman en una planta adherida al muro de su templo, para protegerlo del fuego divino. Esta planta fue la vid y de su fruto surge Dionisio. Por ello el dios, personifica no solo al vino, sino también a la savia húmeda de la tierra, a la vida plena, a la primavera. Dionisio Eleutero aparece como un dios liberador con una existencia de aventuras y pasiones heroicas; ello lo hizo popular y muy querido en esta civilización acostumbrada a dioses trasgresores.
El otro teatro, ya citado, es el odeón de Herodes, bien conservado y mas pequeño, que continúa funcionando con una capacidad de unos 6000 espectadores.
Si bien todo el casco viejo de la ciudad es un museo al aire libre, como lo he mencionado. Atenas tiene además, edificios públicos que atesoran bellezas increíbles de ese pasado dorado. Uno de los mas destacados es el museo Arqueológico Nacional, que suma a sus magníficas estatuas y piezas decorativas, las asombrosas joyas y artesanías de oro traídas de la antigua Micenas por el empeñoso y tesonero buscador de Troya y otras ciudades perdidas en el tiempo que fue Henry Schliemann.
Las exposiciones de este museo extraordinario, abarca varios siglos de la historia griega; comienza con el período arcaico que termina en las guerras médicas contra el imperio Persa. De esta época son los Kuroi, ya en el camino a la perfección de los escultores para reproducir la figura humana, donde los jóvenes, se muestran siempre con una pierna hacia delante, en actitud de marcha, y los puños cerrados, aplicados sobre los muslos. Precisamente, en ese entonces, en la batalla naval de Salamina, Grecia triunfa contra los persas, e inicia su período de expansión y crecimiento con la preeminencia de Atenas. Dice Esquilo exhortando a los jóvenes a dar a la gran batalla: “hijos de griegos, liberad la patria, liberad a vuestros hijos, a vuestras mujeres, los templos de los dioses de vuestros padres y las tumbas de vuestros antepasados”
Luego los griegos continúan desarrollando su período clásico, donde el arte alcanza máximos niveles y finalmente la etapa de expansión y conquistas con Alejandro el Magno y las monarquías que le siguieron hasta la decadencia. Indudablemente la exhibición más impresionante se corresponde con ese riquísimo período clásico. En varias salas se exponen esculturas no superadas hasta el presente. Recuerdo la impresionante figura de Poseidón, desnudo su cuerpo, extendido su brazo izquierdo para señalar el blanco; tensados los músculos del derecho en el acto de arrojar la lanza o el tridente, la mirada firme y severa y todo el tronco como buscando el equilibrio para tal esfuerzo. Esta bella talla de bronce de 2 metros de alto, proviene del siglo V a. C. y fue recuperada del fondo del mar frente a Evvoia, alrededor del 1930. También nos encontramos con el magnífico discóbolo de Mirón, estatua de joven atleta que inicia el movimiento para lanzar el disco, pareciendo cobrar vida su cuerpo perfecto. Otra escultura a destacar es una extraordinaria figura de bronce, (posiblemente Apolo)obscurecida por el tiempo con sus ojos pintados, que tiene un realismo y belleza tal, que no encuentro adjetivos de suficiente fuerza al relatarlas
En una sala vecina, uno admira un conjunto también en bronce, muy desgastado, que muestra un caballo en alocado galope sobre el que monta un niño con gesto asustado. El conjunto, expresa una fuerza extraordinaria, cuyo valor no mengua ante el deterioro sufrido por el metal, luego de siglos sumergido en las aguas del mediterráneo.
En otras salas se exhiben bellísimos bajorrelieves que provienen de frisos o frontones de los templos destruidos y de un delicado arte funerario, con figuras de niños, jóvenes, doncellas, dioses y héroes.
La sala 4, es un lugar un lugar imperdible, ya que allí se han acumulado algunos de los riquísimos hallazgos arqueológicos de Schliemann y su esposa Sofía Engastrómenos, en sus excavaciones en busca de la mítica Micenas, su tesoro y las tumbas Reales. Entre los numerosos objetos de oro puro allí expuestos, se destacan una serie de máscaras funerarias, una de las cuales se ha atribuido al rey Agamenón y que se muestra en un lugar de privilegio. La exposición termina en el primer piso con la colección de arte funerario de Helena Stathatos y bellos jarrones y porcelanas.
Señalo unos pocos museos más, visitados en viajes sucesivos: el de arte Bizantino, instalado en una elegante mansión neoclásica, con aires florentinos, remodelada para el museo en 1928, contiene íconos de serena belleza, pinturas sobre tablas de madera, donde predominan los motivos religiosos, un mosaico de la Virgen María del siglo XIII, y una figura magnífica de San Miguel arcángel, pintado en el siglo XIV. Allí se encuentra también, un famoso bordado, conocido como “el epitafio de Thessalonika” y en exposición transitoria, valiosas obras bizantinas.
En lo personal, el segundo museo de Atenas, por la calidad de sus exposiciones, es el exquisito museo Benáki. Presenta una fascinante colección de joyas y artesanías griegas, bizantinas y asiáticas, que cubre buena parte de la historia remota de esta región y las culturas vecinas. También muestra la indumentaria nacional en las distintas épocas y exhibe ambientes enteros de mansiones del cercano oriente, dispuestas en su estado original, para conocimiento y deleite de los visitantes. En el tercer piso, se muestran documentos y armas de Turquía y de los conflictos guerreros con ese país. Tiene, por último, dispuesto en una agradabilísima terraza – balcón, un buen restaurante que supimos aprovechar Es un imperdible.
Son de visitar también, el museo Goulandri de arte griego cicládico y antiguo, la Galería Nacional y el museo de Atenas, que incluye el recorrido por el hermoso edificio neoclásico, que en sus días fue el palacio real.
El conjunto de la ciudad moderna es agradable, aunque dista mucho de acercarse a la belleza y al refinamiento de las grandes capitales de Europa. Durante la segunda guerra mundial, Atenas fue durante bombardeada y su reconstrucción se realizó sobre la base de una pobre economía, sin la posibilidad de obras o construcciones ambiciosas. Como edificios públicos, se destaca el palacio del Parlamento, construido a mediados del siglo XIX como residencia del rey Otón I y su importancia queda realzada al situarse en una suave colina que enfrenta a la plaza Sintagma (“de la Constitución”), corazón de la Atenas comercial moderna. Hoteles lujosos (como el tradicional “Gran Bretaña”), bancos, oficinas, grandes tiendas y una rosario de cafés al aire libre, completan esta zona de placentero recorrido.
Pero la zona residencial y boutiques de moda, al menos hasta el comienzo del siglo actual, se ha desplazado a las faldas de las colinas vecinas. El barrio Kolonaki, dispuesto en la base del monte Likavitos, concentra elegantes negocios, calles peatonales, un ambiente sofisticado y los restaurantes mas distinguidos de Atenas. Su centro es la plaza Kolonaki, rodeada por negocios de vistosas vidrieras y bares muy concurridos, algunos con música de piano. Luego, calles escarpadas y escalinatas que suben la colina. Los edificios de apartamentos, muchos de ellos lujosos, se multiplican por esta zona.
En un hermoso edificio de estilo clásico, se encuentra la Academia. Siendo miembro de la similar argentina y recordando el origen y tradición de esta institución en Atenas, me sentí empujado a visitarla. Pero esto ocurrió no en el primer viaje, sino en uno bastante posterior. En su frente , luce dos grandes esculturas sedentes: una es la de Sócrates y la otra, la de su predilecto discípulo, Platón (o Aristocles su verdadero nombre). La Academia nace a partir de este último, ya que se reunía, como se dijo, a partir del año 388 a. C., con un grupo de sus propios discípulos, en el jardín de una finca, cerca del río Cefiso, propiedad que petenecía a Academo. Esta Escuela famosa, perduró hasta el año 529, en que el emperador Justiniano, la mandó a clausurar. Pero en el siglo XX reabre sus puertas y vuelve a irradiar la luz del pensamiento humano.
En mis recorridas a pie, también he subido a las distintas colinas que surgen desde el plano de la ciudad. La de la Musas, se encuentra en un extenso parque, coronado por una tumba monumental dedicada al cónsul romano Philopappos del año 116 después de Cristo. La alegoría en mármol que adorna la tumba tiene 12 metros de altura y está excelentemente conservada. Desde este lugar, la vista del Partenón y la acrópolis, sobre todo al atardecer, es, simplemente fascinante. En varias oportunidades, he permanecido por largos minutos, en alguno de los asientos del lugar, contemplando esta imagen imborrable. La mayor elevación dentro de la ciudad, corresponde a la colina de Likavitos, ya mencionada, de 227 metros de altura, rematada por una capilla bizantina, el “Ayios Yioryios”,(capilla de San Jorge) desde donde se tiene también una excelente vista general de Atenas.
Aparte de la colina de las Musas, el mayor y principal espacio verde del centro de Atenas son los Jardines Nacionales. Fueron diseñados por indicación de la reina Amalia, esposa de Otón I y constituye, con su vegetación fresca y tropical, un magnífico refugio para los cálidos días del verano.
Deseo señalar para los desprevenidos, que el tejido enmarañado de las calles atenienses, vuelve al tránsito vehicular, un verdadero infierno; sumado a la propensión de los conductores a circular a la mayor velocidad posible. Por ello, la construcción del subterráneo, que en el 80 estaba en sus albores, constituye una bendición. En la actualidad, el Metrò es de una construcción impecable, con estaciones hermosamente adornadas, ordenado y eficiente, aunque su recorrido aún no es muy extenso. Pero en Atenas, las excavaciones son muy complicadas, por la naturaleza pétrea del subsuelo y por la cantidad de ruinas de valor arqueológico, que aparecen por doquier y obligan a demorar los trabajos..
Más la atracción del Ática, no reside con exclusividad en sus ruinas invalorables o su pasado glorioso; la zona está dotada con una geografía de singular belleza y desde su puerto del Pireo hasta cabo Sounion, se extiende unos 70 kilómetros de costa, llamada de “Apolo”, con la conjunción de mar y rocas, caletas, bahías y ensenadas, en la proximidad de una sierra imponente. Para nosotros, constituye uno de los sitios privilegiados de la tierra. Por tal lecho rocoso, el egeo presenta una increíble gama de colores, desde el azul profundo al mas claro esmeralda. También abundan playas importantes, con adecuada infraestructura, y en distintas ocasiones, hemos disfrutado de sus arenas doradas en Vouliagmeni, Varquiza o Glifada. Este último, a 18 kilómetros del centro, constituía en el pasado reciente, el balneario más frecuentado de Atenas. Tiene un vistoso paseo marítimo, una playa limpia, a pesar de la concurrencia masiva y el único campo de golf de las inmediaciones (en 1980). Vouliagmeni se consideraba a fines del siglo pasado, el más elegante suburbio de la costa, con suntuosos hoteles, como el Astir Palace, donde puede verse yates de lujo y los cruceros que echan ancla en el paseo marítimo. Aquí se reunían magnates atenienses y elegantes villas aparecen dispersas entre los pinares que cubren dos promontorios rocosos que envuelven el puerto natural. La vida nocturna es muy intensa, con restaurantes sobre la costa, lugares bailables y salas de espectáculos. Algo mas lejos, se encuentra Vari, rebosante de vitalidad, sobretodo nocturna, ya que es otro de los sitios preferidos de los atenienses para cenar. Las tabernas de Vari, son famosas por sus sabrosos platos típicos. Varquiza se encuentra a 31 kilómetro de Atenas y es principalmente un pueblo de pescadores aunque sus extensas playas y sus excelentes instalaciones, dirigidas por un ente nacional de turismo, la hicieron, en sucesivas visitas, nuestra playa preferida. Y al crepúsculo, cenar con la luz del sol poniente el pescado fresco y otros frutos de mar era una gloria. Noches inolvidables de la Grecia eterna.
Siguiendo esa costa maravillosa, que nos obligaba a detener el auto a cada momento, para contemplar la belleza del paisaje y obtener algunas fotografías para fijar nuestro recuerdo, se llega a un promontorio rocoso sobre el que se divisa desde lejos, el perfil ruinoso, de un clásico templo griego. Es el lugar consagrado a Poseidón, en su momento, una de las divinidades mas importantes del Ática. Enclavado en el extremo sur de la península, a 60 metros de altura, la barranca que lo contiene, cae casi en vertical a las aguas del Egeo. Fue construido entre los años 444 y 440 a. C., y restaurado en el siglo XIX, aunque pocos elementos de la estructura original, aún perduran. Así se ven algunas de sus columnas dóricas y parte del arquitrabe que las mantiene unidas. El perímetro está bien definido, pero se carece de los detalles de su organización interior o de las estatuas y relieves que seguramente embellecían la obra. La construcción como era habitual, se halla situada sobre plataformas superpuestas, que alisan la superficie irregular de la meseta y le suma mejor perspectiva, aparentando una altura mayor a la de las 16 columnas que sobreviven, delgadas y gráciles, sobre la roca desnuda.
Muy recordado en su momento, fue el viaje de lord Byron a estos lugares, por el prestigio del poeta y por su valiente apoyo a la independencia griega. Una de las columnas conserva la inscripción de su nombre datado en 1810, y si bien se trata de una práctica turística reprobable, en el caso de Byron, ha sido ampliamente disculpado y su marca, celosamente guardada para la posteridad. El lugar en sí, es de imponente belleza y un rosario de islas y pueblitos costeros se extienden hasta donde la vista alcanza. Recuerdo mis lecturas de juventud, precisando que en ese sitio, halló la muerte el piloto de Melenao cuando regresaba a Esparta. Viendo ese mar de colores cambiantes, pienso en la enorme flota que cruzó el Santuario, inmortalizada en los versos de la Ilíada, para agruparse en preparación del histórico asalto a la ciudad de Troya. Allí, Agamenón capitaneaba una formación de más de 1000 embarcaciones para transportar hasta 120000 guerreros y sus capitanes, eran nada menos que Ulises, Nestor, Melenao y Odisio, listos a vengar la afrenta familiar intolerable. Resulta que Helena, la bellísima esposa de Melenao, rey de Esparta y hermano de Agamenón, había sido seducida por París, agraciado príncipe Troyano y accedido a huir con él. El poderoso rey de Micenas (Agamenón), resuelve lavar con sangre la afrenta y las andanzas terribles de este ejército, durante los 9 años que duran el sitio y derrota de Troya, dieron origen al poema épico más extraordinario que se haya escrito, entre otras cosas, porque sentó las bases de la literatura universal (la Odisea y la Ilíada).
¡Cuántas historias han marcado en forma indeleble esta tierra áspera, árida e increíblemente bella, origen en muchos aspectos de la civilización que hoy vivimos! Como el relato evangélico del grano de mostaza, surgió de este suelo, un árbol vigoroso, que creció vertiginosamente y que luego los romanos trasladaron a su Imperio.
El Peloponeso y la Argólida.
En una de nuestras últimas visitas, extendimos nuestro recorrido al sur de Athenas, atraídos por lugares extraordinarios y de reciente liberación al público como las tumbas Reales en Micénas. Para ello viajamos en auto hacia el Peloponeso, cruzando el estrecho de Corintios, ahora transformado en un canal que favorece a la navegación. Esta fue una región poderosa en el pasado dominada por Esparta, que antagonizó a Atenas (guerras del Peloponeso).
Antes de la era cristiana, Corinto era una gran potencia y así se mantuvo hasta el siglo II o III después de Cristo. En las cercanías al canal, el Corinto antiguo muestra las ruinas de su Templo de Apolo con algunas columnas dóricas en pie, el Ágora y una extensa stoa que ocupa su lado sur. En el monte vecino, coronándolo, ruinas del acrocorinto, casi irreconocible.
Continuamos nuestro camino paralelo al mar y penetramos en la Argólida, península de tierra rocosa que se proyecta hacia el este, con bonitas playas, atractivos pueblos de pescadores, un anfiteatro extraordinario y ruinas majestuosas que se comienzan a conocer.
Epidauro, tiene el mas importante teatro Griego en funcionamiento actual con capacidad para 14.000 espectadores sentados en 55 hileras de asientos, construido en el siglo IV a .C. Está situado en medio de un tranquilo pinar y fue también un santuario dedicado a Asclepios, dios de la medicina. Restaurado en el siglo XX, aún se celebran allí entre Junio y Agosto, el festival Epidauro con obras griegas clásicas y una acústica perfecta, aún para los asientos superiores, situados a 23 metros de altura respecto del escenario.
Navplion: delicioso pueblito pesquero donde paremos a comer frutos de mar extraídos en el momento, una marina interesante y casas pintadas de blanco y adornadas con flores recostadas sobre el mar. Ruinas de tempos se divisan sobre la montaña vecina y corresponde al acroNavplion, que no visitamos.
Pero ya mencionamos que nuestro interés estaba centrado en las Tumbas Reales descubiertas en Micenas. Allí nos dirigimos luego de esta agradable parada.
Micenas. A unos 2 km de la Micenas moderna, viajando por una bella carretera, se llega al lugar de las excavaciones.
La Ilíada de Homero, fue vista por muchos años como un relato fantástico, fruto de la exaltada imaginación del poeta. Sin embargo 25 siglos después, la arqueología científica, ha venido a confirmar, casi cada verso de la obra, que agrega así a su vena poética un irremplazable valor histórico. En esto debe reconocerse la enorme contribución del alemán autodidacta, Heinrich Schliemann, ya citado, que luchó contra todas las posiciones oficiales y el escepticismo académico, guiándose por el texto de Homero, para encontrar y desenterrar la mítica ciudad de Troya en 1873, destruida por el fuego luego del ardid del caballo de madera ocupado por Odiseo y soldados griegos y sepultada por el paso de tantos siglos. Tres años más tarde de este logro, comenzó las excavaciones en Micenas que terminaron con los descubrimientos de las murallas y las Tumbas Reales con el Tesoro del Atreo, por fuera de las murallas, la tumba de Clytemnestra y la gigantesca escalera de mármol que desde estos lugares, sube por la montaña hasta las tumbas Reales y la Acrópolis donde se levantaba el Palacio, hoy desaparecido. Schliemann descubrió primero, en 1876 las fortificaciones o murallas en lo alto de la montaña, y una gran puerta de granito que permite el ingreso al recinto (puerta de los leones por el tallado que ostenta) y luego en excavaciones del lugar, las Tumbas Reales donde los esqueletos bien resguardados estaban recubiertos con máscaras de oro y brazaletes preciosos que ahora se exponen en el Museo Arqueológico de Atenas. “He mirado el rostro de Agamenón”, dijo en su momento el arqueólogo alemán, considerando que una de las máscaras pertenecía al poderoso Rey micénico. Se corresponden al siglo XVI antes de Cristo perteneciendo a los pueblos micénicos de gran cultura, que provenían del Asia y que fueron reemplazados posteriormente por los griegos Dóricos.
Terminada esta parte tan valiosa de nuestro recorrido, que nos produjo una excitación muy particular, regresamos a la capital para emprender la vuelta a casa. Pensábamos que los magníficos conciudadanos de Pericles, ya no están y que el sueño estratégico del macedonio Alejandro, fue disipado. Esa civilización vibrante y fundadora persistió entre 4 y 5 siglos y después decayó y se perdió en el tiempo. Quien puebla Grecia hoy, no descienden de esos dóricos o macedonios famosos. Conquistados y debilitados, terminaron por desaparecer y un crisol de pueblos desplazados llenaron el vacío, dando nueva vida a su mar, sus costas, sus valles y montañas. Pero si la genética se diluyó o desapareció, el espíritu griego persistió en el aire, el agua y la historia. El soplo épico de esta civilización se multiplicó en los sueños y el espíritu de conquista del mundo occidental actual, que en el siglo pasado se ha lanzado al espacio en busca de nuevos desafíos. El ansia de libertad, el valor individual, su amor por el arte, la ciencia y las causas nobles, son legados intangibles de esa época de oro. De esto nos hablan las ruinas y monumentos, sus paisajes extraordinarios y la armonía de sus obras imperecederas.
Y con el sol pintando en oro las rocas y monumentos, en un ocaso perfecto bajo un cielo sin nubes, decidimos el regreso. Enamorados de su historia y geografía, volveríamos repetidamente para disfrutar de esa tierra increíble con su mar esmeralda bajo su cielo azul.
Pero antes de despedirnos, en nuestra primera visita, nos esperaba una semana excitante; un crucero por el Egeo, que nos llevaría a conocer algunas de sus principales islas y puertos cercanos, que ahora eran parte del territorio turco en el Asia Menor.
En una diáfana mañana, con un sol de fuego, zarpábamos desde el Pireo.
Mar Egeo y las Islas Griegas.
Ese verano de 1980 luego de nuestra estadía en Atenas, una nave esbelta, de mediano porte, el “Stella Solaris”, esperaba anclada en el embarcadero del Pireo, el puerto de Atenas.
Con verdadera excitación nos acomodamos en el espacioso camarote desde donde veíamos el mar. Luego siguieron los sonidos del desamarre: el ancla que se eleva, las sirenas que pitan, y la orquesta del barco que toca una alegre melodía. Nos movemos, y los objetos del puerto comienzan a empequeñecerse, gente desde la orilla agita brazos y pañuelos y pronto la quietud del mar va quitando decibeles a la algarabía. Estamos en Julio, el cielo luce un celeste radiante y las aguas están calmas.
Vamos hacia el noreste dejando a nuestro paso una blanca, larga y brillante estela en el mar. Esa misma noche amarraremos en Estambul. En camino, disfrutamos del sol, la buena comida y la vista magnífica.
Constantinopla, Bizancio o Estambul, son los nombres de una perla para el collar de las maravillas. La gran ciudad cabalga sobre dos continentes unidos por un puente y fue en su momento, la capital del Imperio Romano del Oriente. Capital mística, católica, constituyó por años, la espina de la cruz clavada en la garganta de los musulmanes. Por ello, tras un largo asedio, un martes de 1453, cayó penetrada por las huestes otomanas y las iglesias se volvieron mezquitas, la cruz fue reemplazada por los minaretes y muchas imágenes divinas, fueron cuidadosamente borradas. Y para el occidente quedó el dicho, que los martes, ese día de desgracia, “no te cases ni te embarques”. Pero a pesar de la conquista brutal, cinco siglos después, persisten en Estambul, elementos de las dos culturas, lo que realza su belleza mestiza.
Desde el puerto, partían ómnibus de excursión distribuidos según los principales idiomas, para recorrer la ciudad; nuestra primera parada: el Palacio Topkapi.
Al palacio se ingresa a través de una arcada amplia, con dos torres laterales de extremos aguzados. Un extenso jardín rodea al castillo y termina en un balcón terraza desde donde se divisa el amplio estuario que lleva sus aguas al estrecho de Bósforo y mas allá, el puente tendido para unir las orillas, integrando la ciudad. La costa próxima está poblada de bellas mezquitas y suntuosas construcciones, muchas de ellas verdaderos palacios por lo que se la conoce a esta zona, como el “cuerno de oro” de Estambul, tanto por la estética como por su riqueza intrínseca.
Topkapi es sinónimo de tesoros increíbles, joyas principescas y voluptuosidad mas allá de lo tolerable. Enormes jarrones chinos de todas las dinastías, las más finas porcelanas, oro y plata en cantidad abrumadora y sobretodo, piedras preciosas de múltiples reflejos que hipnotizan. Recuerdo una daga curva en cuya empuñadura ostentaba 3 rubíes gigantescos, con su vaina adornada con grandes diamantes; pendientes de rubíes con destellos de fuego, un trono persa de ébano, recubierto de plata, perlas y piedras preciosas; un enorme brillante, en forma de gota, rodeado por otros 50 diamantes de 2 o 3 quilates cada uno y múltiples objetos de marfil y oro macizo con tallas magníficas. Luego de desfilar por este tesoro que abruma, visitamos las grandes salas del sultán, el recinto de los eunucos, y el pabellón de las amantes o queridas del sultán, todos ellos primorosamente adornados, pero sin estatuas o cuadros, propios del estilo occidental.
Desde allí, el autobús nos trasladó al centro antiguo, a la parte romano- bizantina de la ciudad, donde observamos la columna de Teodosio, antiguo obelisco egipcio del año 1547 a. C., traído de Heliópolis, el hipódromo bizantino y en medio de un parque verde, la mole imponente de la Aya Sofía o Santa Sofía hasta el siglo XV y luego una de las mayores mezquitas de Estambul. Su construcción tuvo lugar en la época del emperador Justiniano, entre los años 532 y 537.
Mientras en el imperio de occidente, las invasiones germánicas terminaban con las expresiones del arte clásico, Bizancio se convierte en el gran sucesor o continuador del arte paleo cristiano, de profundas raíces helénicas, que a posteriori influiría como boomerang en la cultura medieval europea. Santa Sofía es la obra cumbre de este tipo de construcciones y sus arquitectos fueron Isidoro Mileto y Artemio de Tralles. Tiene una planta en cruz griega y está dominada por la gran cúpula central, de 31 metros de diámetro que “parece flotar en el aire”, según lo escribe Procopio. Este efecto es producido por múltiples ventanas en la base, lo que la hace mas liviana y permite una generosa entrada de luz. El interior, como corresponde a una mezquita, ha sido despojado de estatuas e imágenes, pero parte de sus bellísimos mosaicos bizantinos han quedado sobre sus paredes, mostrando figuras serenas de la Virgen, el niño, Jesucristo en el Trono, y Santa Sofía, algunas de dimensiones colosales. Por fuera los minaretes se elevan unos 70 metros, como agudos brazos suplicantes ante la humana intolerancia.
También visitamos mezquitas construidas como tales desde el principio, como la de Solimán el magnífico y la mezquita azul. Esta última es de una perfección y delicadeza extraordinaria y fue erigida por orden del Sultán Ahmed I, en el siglo XVII. Consta de una amplísima sala cubierta por la cúpula que se comunica por medio de arcos, con una galería y patio donde se congrega la multitud. Los muros y columnas están decorados con mosaicos con motivos geométricos y como el nombre lo indica, todo con un intenso y sereno, tono de azul. Los pisos alfombrados en vivos colores, amortiguan los pasos de los pies descalzos, por lo que reina el silencio, a pesar de la constante circulación de personas. Por fuera, los seis minaretes le dan el aspecto tan característico a estos templos.
La otra gran mezquita, fue construida por Solimán el magnífico en el siglo XVI, siendo obra del arquitecto Sinan. Aquí predomina en los mosaicos, cúpula y paredes, el color rosado o dorado y desde luego, en las paredes se escriben versículos del Corán.
La excursión terminó con un recorrido por el Bazar de Alí Babá. Se trata de un enorme predio ferial cubierto, con vías peatonales que se entrecruzan en todas direcciones, con una sucesión ininterrumpida de negocios y vidrieras que parece infinita. Por su extensión y enmarañado diseño, se corre el riesgo de extraviarse ante el menor descuido. Afortunadamente Martha se interesó por unos anillos, lo que motivó un largo ejercicio de regateo, para lo cual estamos mal preparados y ello nos evitó deambular por el inmenso Bazar. Mi desconfianza para con este tipo de ventas, me hizo dudar durante el viaje, sobre la autenticidad de lo comprado. A posteriori, sin embargo, una consulta con joyeros locales de mi confianza, me confirmó la calidad de las piedras y nos informamos que habíamos hecho un buen negocio. Creo que cabe este reconocimiento tardío a la honestidad de esos vendedores turcos.
Calle de Estambul
Anochecía, cuando el bus nos llevó de regreso a nuestro hotel flotante. Volvíamos muy cansados, pero excitados por la experiencia que se me antojaba extraída de un cuento de las Mil y una Noche.
Mientras dormíamos, el barco cruzó otra vez el mar entre los estrechos, para volver a navegar en las tranquilas aguas del Egeo. En la mañana siguiente, la costa turca, que en un tiempo lejano fue griega, continuaba desfilando ante nuestros ojos.
Recordaba, que a poca distancia y en esas orillas pobladas de rocas, 3500 años atrás, griegos y micenos desembarcaron para enfrentar unas sólidas murallas que defendían la Troya de Príamo frente a la furia vengadora de los invasores. ¡Cuántos barcos en son de guerra, surcaron la celeste lozanía de esas aguas! Primero fueron los griegos para rescatar a Helena, después los Persas en eternas batallas contra los Helenos. Luego por siglos, fueron Turcos y Griegos los contendientes y aún en el actual mundo integrado, la espina de la intolerancia permanece clavada entre los dos vecinos.
Después de pasar frente a la gran isla de Lesbos, amarramos en Dikili, población del Asia menor, de antiguo origen griego, situada en la ruta a la mítica ciudad de Pérgamo. Breve recorrida por los alrededores sin hechos destacables.
Al día siguiente, la escala nos sorprendió por su grandiosidad. Paramos en el puerto de Kusadasi y nuevamente en bus, emprendimos un viaje, primero cerca de la costa rocosa, de salvaje belleza, para cruzar luego por una población donde se nos informó que estaba la tumba de San Juan, el joven apóstol martirizado allí, que acompañó a la Virgen María tras la partida de Cristo y finalmente llegamos a unas estribaciones montañosas que bajan hacia el mar. En la ladera de las montañas, en una casa que la distancia empequeñecía, se nos dijo que había habitado la Virgen hasta su ascensión a los cielos. Hacia el mar, se extendía las ruinas importantes de una extensa ciudad que se denominó Efeso. Población griega de gran trascendencia en el mundo antiguo.
En su apogeo, la ciudad se desarrollaba sobre las márgenes del río Caistro, que después se secó y ostentaba magníficas construcciones, expresión de la riqueza de sus moradores. Se menciona en todos los libros, el templo de Diana, de estilo jónico y, al parecer, de tal perfección y magnificencia, que se llegó a considerar como una de las 7 maravillas del mundo antiguo. Su peristilo constaba de 127 columnas de 20 metros de altura y en su amplio frontón se lucían bellísimas esculturas. Un ciudadano local, buscando fama de cualquier manera, incendió y destruyó al templo y en verdad, consiguió su siniestro objetivo, ya que la historia guardó su nombre: Erostrato.
En su época de esplendor, el templo contenía una enorme estatua de Diana de oro puro, que con el altar eran obras de Praxíteles. El fuego consumió al edificio en el año 356 a.C., y si bien fue reedificado, Creso, rey de Libia, terminó definitivamente con el templo a Diana, al incendiar toda la ciudad, después de conquistarla. Éfeso cayó en poder de los romanos en el siglo II a. C., volviendo a prosperar gracias a su ubicación en medio de rutas comerciales y a la persistencia del culto a Diana, que producía considerables riquezas, mediante las ofrendas de sus seguidores en el mundo pagano. Se dice que el fervor por la diosa era tan fuerte, que motivó por años el rechazo a la prédica del Evangelio por San Pablo, que estuvo en Éfeso en el 55 y luego regresó para permanecer allí por dos años. Al parecer, predominaba en este lugar, la vida licenciosa y personajes relevantes o de gran riqueza, como la reina Cleopatra, pasaban largas temporadas en la ciudad.
También era famosa la biblioteca del lugar, por la variedad y el número de los libros almacenados. Según datos de la historia, esta biblioteca llegó a ser la segunda mas importante del mundo, luego de la de Alejandría. Lamentablemente, por igual el fuego terminó con ella. Y con volúmenes irrecuperables que la historia no cesa de llorar..
Dos siglos mas tarde, Éfeso volvió a decaer y en época del emperador Constantino, fue arrasada por los godos. (año 263). No obstante su casi destrucción final, en el año 431, se celebró allí el 3er Concilio Ecuménico del cristianismo, siendo San Celestino el Papa, como una forma de reconocer el lugar de ascensión de la virgen María. Precisamente en ese Concilio, se proclamó a María como Santísima Virgen y Madre de Dios, rechazando por herejes, las enseñanzas en contrario de Nestorio, obispo y jefe religioso en Constantinopla.
Este repaso lo estimo necesario para comprender la importancia de las extensas ruinas que ahora visitábamos. Grandes arcadas de estilo romano se veían al ingreso de la ciudad, así como el acopio de bloques cúbicos de roca que en su momento fueron cortados para construir murallas defensivas. Por doquier se multiplican columnas griegas y romanas en blanco mármol y estilo jónico, con distinto grado de aislamiento y destrucción. También abundaban esculturas y finos bajo relieves tallados sobre bloques de mármol. Una extensa calle, aún pavimentada, desciende al mar y a sus costados se levantan todavía los restos de magníficas construcciones que antaño fueron palacios y mansiones. Una de ellas, ostentaba en su friso, la imagen de una bella mujer, exquisitamente tallada; muy probablemente, se trataba de la diosa Diana. También se observaba en los patios de las villas, delicados trabajos con mosaicos pompeyanos Luego de unos 500 metros, la calle termina en un amplio edificio de dos pisos con su frente aceptablemente conservado, con varias estatuas ocupando nichos de la fachada. Se trataba de la gran biblioteca que mencionáramos y que las llamas habían destruido pero conservando en parte la estructura. Se levantaba sobre una plataforma de seis escalones, con elevadas columnas que sostenían los dos pisos remanentes. A un costado, se ven restos de lo que pudo ser una plaza y mercado y, algo mas lejos, un muy importante teatro griego, casi intacto y desde cuyas gradas superiores se divisaba el vecino mar.
Al regresar, conversábamos sobre el ocaso irremediable de las grandes civilizaciones a pesar de sus momentos de gloria y avanzado desarrollo. El tiempo las aplastó y sus osamentas de roca o mármol, son exhumadas periódicamente de la corteza terrestre donde están ocultas, para recordarnos la grandeza del poder, pero lo efímero de su duración. Y las visitamos como interesados viajeros, para rendirles una suerte de tardío homenaje.
Después… otra vez el barco, con la alegría de sus fiestas, el transcurrir sin prisa de la vida liviana, sus comidas interminables y la visión reconfortante de ese mar extraordinario. Avanzamos entre las islas y la próxima parada corresponde a una roca agitada por la historia; vamos a Rodas.
Apenas habíamos superado el amanecer, cuando el bajel que nos trasportaba cruzó el Faro levantado a la entrada del puerto de Rodas. Siglos atrás, el mundo antiguo seguramente se anonadaba al contemplar el enorme coloso que los registros indican que se encontraba en este lugar y que por sus características, fue considerado como otra de las maravillas del mundo. Mucho tiempo después, perdido el Coloso bajo las aguas, en plena edad Media, pasaron y se fortificaron en esta isla, los ejércitos cruzados en sus viajes de liberación de Jerusalén y del Santo Sepulcro. Precisamente, cerca del puerto, se encuentra un importante castillo de formidables torres de granito y terrazas almenadas, que fue construido en ese entonces y que visitamos al desembarcar. Recorrimos sus amplios salones, recubiertos de madera, cuyas paredes ostentaban los escudos de los distintos ejércitos guerreros y observamos las pesadas espadas de la época, los yelmos y armaduras, arcos, lanzas y ropaje de aquellos caballeros de la Cruz, que desde Inglaterra y Francia cabalgaron tras la ilusión quijotesca de vencer al Islam y recuperar la tierra Santa de las manos infieles. En las inmediaciones del castillo, la población mantiene su perfil medieval, con calles estrechas de empedrado grueso o lozas de granito, cruzadas por arcadas ,con edificaciones sólidas de dos o tres plantas, iglesitas bizantinas y pequeñas placitas con su fuente central. Negocios con artesanías se multiplican en el casco antiguo, aunque abundan también buenas joyerías. Y desde luego, bares y restaurantes de todos los niveles para los distintos bolsillos.
Saliendo de la ciudad, se cruza por una extensa campiña donde predomina las plantaciones de olivos y el cultivo de la vid. Más adelante, se ven franjas de playa en una costa abierta, con algunas breves ensenadas y complejos hoteleros. En la actualidad, magníficos hoteles de lujo surgen a la vera del mar, con todo lo necesario para una estadía deliciosa. Fotos de mi familia del 2022, ilustran este aserto.
Luego de media hora de bus, aparece el perfil de una población muy distinta, típicamente griega, en sus casitas blancas, que se encaraman sobre la ladera de una rocosa colina. Estamos en Lindos, con su acrópolis dominando las alturas y el pueblito desarrollado en la base y falda del peñón. Arriba se ven los restos de un templo de Apolo, con algunas columnas dóricas que resisten en pié, frisos trabajados por ignotos artistas y fortificaciones de sólida roca en los alrededores. A un lado del templo, se levanta un castillo de los cruzados, de pequeñas dimensiones y erigido para la defensa del lugar, 15 siglos después de la anterior cultura. Los griegos edificaron templos de mármol a sus dioses para disfrutar y compartir de las vistas colosales; algo mas abajo , las ruinas de la fortaleza militar recordaba que mucho más tarde, se oteaba el horizonte en prevención de barcos enemigos de nuestra religión.
Desde esta atalaya, la visión del mar y de la costa junto a una marina para embarcaciones de pequeño a mediano porte, produce una sensación estética de tal intensidad, que sólo puede comprenderla quien haya visitado las bellísimas islas griegas. Contribuye a esta percepción extraordinaria la caída a pique del murallón rocoso que corona a Lindos.
Continuando el viaje del Stella Solaris, enfilamos hacia otra isla más al sur, de grandes dimensiones. Es la isla de Creta.
Podría decirse que la civilización griega, nació en estas islas, particularmente, en Creta. Si bien fue precedida por las grandes civilizaciones egipcias y mesopotámicas, las condiciones climáticas favorables, y el desarrollo de la agricultura, terminaron por fijar a la tierra a pueblos originariamente nómades y producir el comienzo de una organización social con historia y cultura propia.
La civilización Cretense se inició unos 3000 años antes de Cristo, para alcanzar alrededor del 1600 a. C., tal potencial y perfección, que inició cambios culturales relevantes como para influir en la evolución social de toda la región y, por vía indirecta, en nuestro mundo occidental. Ella fue la semilla original que terminó germinando en todo su esplendor en la Atenas de Pericles, por el siglo IV a. C..
Muchos aspectos de este pueblo siguen sin descifrar y se espera lograr la lectura de múltiples tablillas de arcilla endurecida con escritos en un dialecto griego antiguo, que nos legaron, para responder a dichos interrogantes. Veinte siglos antes de Cristo, se construyeron sus principales palacios, como el de Cnosos y el de Hagia Triada, y para el 1500, se asistió a la primacía del primero, que fue creciendo con el agregado sucesivo de nuevos ambientes edificados a diferentes niveles. El palacio no fue diseñado como una estructura única y funcional, sino que alrededor de un gran patio central se fueron añadiendo amplios salones y variables ambientes dispuestos en dos o tres pisos superpuestos. Probablemente por esta disposición confusa, sin un plano maestro, conectada por múltiples corredores donde era fácil perderse, es que nació la leyenda del laberinto cretense.
Dentro del palacio se encontraban talleres y almacenes, oficinas y archivos, salas para las actividades públicas y otras para el descanso o trabajo del rey o gobernador que también oficiaba de sacerdote. La tradición ha recogido el nombre de Minos como la del primer reyo dinastía de esa época. Al parecer, este patriarca legendario, fue colocando sus “hijos” o descendientes a la cabeza de distintas colonias que surgieron primero en las islas cicladas y luego en la Grecia continental, como Micenas y donde perduró por mucho tiempo, leyendas como la del Minotauro, además de registrar en el Olimpo helénico al nombre de Minos, como el de un juez inflexible en los infiernos.
Realmente, esta civilización cretense presenta elementos originales e interesantes que no se han repetido en otras culturas. Por un lado, la ciudad nunca estuvo amurallada, lo que significaba que no se esperaban ataques ni tuvo que defenderse de los pueblos vecinos. La verdadera potencia de la isla, se encontraba al parecer, en el mar y fue mediante el comercio con el Asia vecina, con el gran Egipto y otras islas del mediterráneo oriental, que Creta creció y se volvió rica y poderosa.
Una de las características propias y únicas de esta sociedad, sin muchos precedentes ni sucesores, ha sido el muy importante lugar ocupado por la mujer en las tareas públicas. Ella gozaba, al parecer, de una independencia y preponderancia, desconocida en otras culturas de la época. Las principales divinidades eran femeninas, orientándose hacia la mujer como gran Madre, diosa de la tierra y la fecundidad, y las sacerdotisas desempeñaban un destacado rol en todas las ceremonias.
En múltiples pinturas y representaciones gráficas, se puede ver a la mujer participando activamente en funciones fuera del hogar, como el teatro, o la arena del circo, en juegos acrobáticos, maniobrando con los toros, e incluso, en exhibiciones de boxeo. En los dibujos de esa época se las ven luciendo faldas acampanadas, ceñido en la cintura, corpiño muy escotado y profusión de alhajas de oro, plata, perlas y piedras raras. Al parecer, el ideal físico de los cretenses, se identificaba con el cuerpo del deportista o gimnasta delgado. En la isla, no existían las personas obesas; o sus pinturas eran estilizadas o idealizadas y no existía un Bottero que las retratara, o bien representaban la realidad de la población. Otro hecho intrigante, fuè la ausencia de templos. El rey, como se dijo, había incorporado la función del sacerdote a sus tareas. Y estas funciones, se cumplían o en el palacio o en lugares públicos. No se han hallado monumentos de importancia dedicado a dios alguno, aunque pareció existir una religión animista, en algo semejante a la egipcia, con ilustraciones que mostraban cuerpos humanos con cabezas de distintos animales, entre ellos, la del toro, que al parecer, recibió algún tipo de culto.
Pero además de poseer una arquitectura avanzada para su tiempo, este pueblo alcanzó una perfección artística inesperada, en la pintura. Las paredes de las casas principales y sobretodo, los palacios, estaban adornadas con frescos magníficos. Aún se ve en el palacio de Cnosos, figuras del rey con su emblema de la flor de lis y el hacha doble, mujeres bailando o en distintas actividades, animales de muy vivos colores, malabaristas, etc, todo compuesto con una armoniosa sensación de movimiento. Las figuras humanas son elásticas, delgadas y vivaces; no se ven hombres viejos o con barba, predominando una sensación de juvenil alegría. Por supuesto, el color y el dibujo, se trasmiten a sus trabajos en alfarería y cerámica.
Con el tiempo, la cultura cretense, alcanzó a tener una influencia decisiva en el desarrollo Micénico. Este pueblo continental, de probable origen indoeuropeo, primero absorbió muchos aspectos de su cultura y terminó invadiendo a la isla y llevándose a sus artistas, tesoros y arquitectos a su propia tierra, produciendo la decadencia en las ciudades de Creta, alrededor del 1200 a. C. Así se cerró este gran capítulo de historia, que se continuó escribiendo en Grecia, luego en Roma, Europa toda y finalmente, América. Pero la visita al palacio de Cnosos, que en vez de maravillarnos, terminó en una desilusión. Buena parte del frente, sostenido por sus columnas invertidas pintadas de rojo, tenían el toque de la inmediatez turística. Aquellas no eran las ruinas del arcaico palacio, sino una reconstrucción maquillada de lo que se suponía que podría haber sido. Es cierto que algunos ambientes se recrearon partir de la construcción original y que pinturas todavía luminosas, de colores vivos y motivos marinos persistían, probablemente retocadas, como decoración de viejos muros. Pero se percibía mucho decorado artificial durante el recorrido.
Luego fuimos a Heraklion, la capital de la isla, a visitar el museo, en la búsqueda de claves o monumentos que nos hablara de aquella gran civilización perdida. Otra vez, una profusión de bajorrelieves, tinajas decoradas, alhajas interesantes y muchas piezas de gran valor arqueológico, como pequeñas esculturas del arte minoico, pero sin la fuerza atrapante de algo distintivo que alimentara nuestra imaginación.
En cuanto a la ciudad en sí, es extensa, con un activo comercio, playas y serranías en la vecindad. Sin embargo, a nuestro juicio, esta parte no alcanza a tener el encanto de las otras islas del egeo. Así que con parsimonia recorrimos sus calles hasta que la sirena de nuestro barco llamó a cubierta. Regresamos para emprender la última etapa de nuestro periplo. Nos restaba conocer dos bellas gemas del grupo de las ciclades: Santorini y Míconos.
En toda esa semana, el azul nos había rodeado. El Egeo interminable, ondulado, con un balanceo arrullador que predisponía al descanso y un cielo impecable, casi sin nubes, nos atraía como un cálido imán bajo los rayos del sol. Todas las noches había fiestas a bordo, presentando artistas con distintas habilidades y desde luego, orquesta y baile. La música griega es alegre, excitante, con algunos instrumentos autóctonos, como una pequeña guitarra, que permite extraer sonidos muy melodiosos.
A la mañana siguiente, la nave no llegó en ningún puerto, sino que echó el ancla mar adentro. Enfrente se levantaba la mole de una montaña partida, coronada por bonitas y blanquísimas casitas que contrastaban con la negra oquedad de esa ladera tan empinada. Se trataba de Santorini, edificada sobre un viejo volcán que estalló muchos siglos atrás, produciendo un tremendo maremoto y dejando a la vista, la mitad residual de la chimenea y el resto rocoso convertido en isla. Por esa pared yerma, casi a plomo, se había tallado un camino que subía zigzagueando hasta la cima. El trayecto se realizaba a lomo de mula para facilitar la pesada ascensión. Además, en algunos sitios de la muralla rocosa, se veía entradas a cuevas, cuyo ingreso había sido adornado con pinturas, simulando puertas o ventanas de una casa. Una lancha nos trasladó del barco al muelle de la costa y luego, jineteando los borricos, fuimos subiendo la cuesta hasta la meseta de arriba.
Allí, la ciudad blanca brillaba. Sus callecitas empedradas se entretejían, atravesando casas de frentes impecables, todas similares, que se sucedían como las cuentas de un rosario de perlas. Aquí y allá, cúpulas semi-esféricas de pequeñas iglesias griegas, contrastaban su color de nieve con el azul profundo de algunas cúpulas copiando al firmamento. En el aire liviano, se respiraba una confortable sensación de eternidad. Y en la plaza principal, tras un parapeto de piedra, la vista nos dejó sin aliento, en ese momento pensamos que era lo mas hermosa e increíble que el ojo humano pueda captar: el ponto de azul reluciente que se extendía interminable a nuestros pies, con decenas de islas rocosas que parecían diseminadas por la mano de un coloso sobre la tersa superficie del mar y allá abajo, nuestra airosa nave, lejana y empequeñecida, rodeada por una miríada de veleros de blancas velas, como una bandada de gaviotas en pos de las migajas de abordo, configurando una increíble acuarela bicolor. En verdad lo que observábamos era tan sublime y atrapante que costaba retirarse del lugar y abandonar la atalaya.
Más tarde, alejándonos del pequeño centro, abarrotado con infaltables artículos regionales y dirigiéndonos hacia el lugar opuesto a nuestro ascenso, vimos que la isla se extendía en una suave ladera, hasta llegar al otro lado del mar. Un pequeño puerto, con embarcaciones menores se dibujaba a la distancia.
Después de un corto andar, regresamos a la suerte de “acrópolis” mencionada al comienzo y tras llenar mis pulmones con el aire puro, colmé mis ojos y mi cámara fotográfica con esos lugares de ensueño, que a caballo del volcán, llegaban bastante lejos ,con sus casitas blancas y sus hoteles de lujo y con un sol de oro en el poniente, emprendimos la vuelta, casi patinando sobre el pavimento empinado y sucio, obviando los borricos y sus excrementos, hasta llegar a la lancha que nos esperaba para transbordarnos al Stella Solaris. La escala había sido breve pero extraordinaria, con una geografía deslumbrante, y partimos para la última isla de nuestro itinerario, una especie de sereno paraíso: Míconos. Al menos, lo era en aquel entonces. Más tarde, el lugar puesto de moda, se pobló de multitudes visitantes.
La llegada en la nave fue como ingresar a una postal primorosa; un embarcadero impecable, césped verde, casas bonitas y flores rojas en abundancia. Míconos carece de montañas y en ese sentido, de vistas espectaculares, pero tiene un señorío especial, una distinción casi única entre las islas griegas. Un sentimiento de irrealidad nos invade al circular por las estrechas calles que se introducen entre las distinguidas casas blancas de jardines cuajados de flores, para desembocar de improviso en placitas floridas con vegetación exuberante. Enredaderas de buganvilla y flores por doquier impregnan con un suave perfume el aire diáfano y allí cerca, omnipresente, está el mar. lamiendo las doradas arenas de sus playas, mientras las gaviotas revolotean en busca de su pesca cotidiana. Unas cuadras mas en esta serena pastoral y nos encontramos con la sorpresa de los molinos de viento, otra curiosidad propia de la isla. Volvemos a la costa y almorzamos frutos de mar recién extraídos de su medio ambiente y un poco mas tarde, ingresamos a una pequeña capilla bizantina para orar en agradecimiento al potencial Creador, por tan gratificantes experiencias.
Míconos, en ese 1980, irradiaba una sensación de paz, de belleza duradera, constituyendo para nosotros, un recuerdo feliz que se ha mantenido inalterado por todos estos años.
Y aquí termina un circuito de excepción, al que en el futuro le agregaremos el regreso a lugares preferidos, la pequeña Hydra y la magnífica Corfú. Ahora vuelve a llamarnos por última vez, la sirena ya familiar del barco. Casi sin notarlo, nos deslizamos en silencio hacia ese cálido y manso mar de julio. Durante la noche, se acortan los kilómetros que nos separan del Pireo. Al amanecer, salimos a la borda y divisamos el irrepetible perfil del Partenón en la acrópolis de Atenas. Pero no regresamos a la ciudad, sino que después de esta semana maravillosa, otros pensamientos ocupan nuestro quehacer inmediato. Subimos al taxi, con la ansiedad que crece en nosotros: nos dirigimos hacia otro girón de nuestro pasado. Vamos al aeropuerto para visitar la tierra de los Faraones; en pocos instantes más, un avión, nos llevará al Cairo.
En 1986, regresamos por tercera vez a Grecia, con la idea de conocer más a fondo, algunas de sus grandes islas que habíamos visitado brevemente en el crucero de los años 80.
Nuestra primera estación correspondió a Rhodas. La isla nos había agradado muy particularmente en la excursión de 1980, por lo que resolvimos repetir, reservando un hoteldentro de la ciudad, que desarrollaba su planta sobre la misma costanera. Esta vez, llegamos en avión en rápido vuelo desde Atenas. Más que de costumbre, el caótico salón de embarque del aeropuerto de Atenas de ese entonces, estaba atestado de malhumorados pasajeros que dormían en el suelo, por la huelga del personal de algunas compañías aéreas. No obstante, respetando el horario, nos condujeron desordenadamente hasta un lugar lejano de la pista, donde nos esperaba un desvencijado Boeing 707 de la Royal Olimpic, preparado para volar hacia las islas.
En esta segunda visita, con placer volvimos a recorrer las calles de gruesos adoquines, las placitas con sus fuentes centrales, su interminable hilera de negocios, joyerías y restaurantes, algunos excelentes. También asistimos a una función de “sonido y luz” en la terraza del castillo almenado y mientras se susurraba la cronología de esta epopeya, se escuchaban ruidos del choque de los aceros y se veía galopar a los cruzados en pos de la victoria. Una función para el turismo, de calidad discreta que no recomiendo especialmente.
Nos hicimos de tiempo para reiterar una excursión a Lindos, la mitad griega de la isla con sus vistas extraordinarias que quisimos renovar, comprar recuerdos e incluso, en una diminuta iglesia ortodoxa griega tuvimos la fortuna de asistir a una alegre boda, para emprender luego el regreso al hotel, y completar la semana de sol que teníamos programada, en nuestra segunda visita. Fue una buena alternativa pero sin el encanto atrapante de Komeno Bay en Corfú. Y en la actualidad, el principal turismo de playa de la isla y los grandes hoteles, se han desplazado como lo señalara en el viaje anterior, hacia la costa central en la amplia bahía que se extiende entre Rodas y Lindos. Fotos documentan este desarrollo.
Así que, una semana después, volvimos al aeropuerto de Rhodas para dirigimos a Corfú o Kerkrira, como última escala helénica en este viaje, con la idea de continuar después, a la Sicilia italiana.
El avión, con muchos vuelos a cuesta y poco mantenimiento, provenía del Líbano que atravesaba por una etapa de terrorismo e inestabilidad política, y en su fuselaje estaban visibles, numerosos impactos de las balas. Sin demasiado entusiasmo ascendimos a la aeronave, que produciendo todos los ruidos del mundo cuando comenzó a moverse, y sin azafatas que nos atendieran, carreteó por el pavimento y se terminó elevando pesadamente, para volar al oeste, en dirección a Kerkrira. Cuando unos 30 minutos después, divisamos la isla, según información del capitán, el avión se posó rápidamente, en una pista muy corta, pero igual, una gran alegría se apoderó de nosotros, pues en verdad, hasta ese momento desconfiábamos que en ese avión destartalado, el viaje terminaría bien.
Corfú es una de las islas mas grande de Grecia y de las más bonitas. Situada en el mar Adriático, casi a la altura de la costa albanesa, sufrió por muchos años la dominación de Venecia, lo que se patentiza en su ciudad capital por el estilo de la edificación y hasta por cierta idiosincrasia veneciana que persiste en sus habitantes. Al igual que en las golondrinas que la visitan, haciendo sus clásicas “rondinelas”
El interior de la isla es agreste, con profundas entradas del mar que dibuja bahías y cavernas en las estribaciones rocosas del suelo montañoso. Desde el aeropuerto, cercano a la capital, una camioneta que nos aguardaba, nos llevó a un lugar alejado unos 15 km al sur de la ciudad, dispuesto sobre una cerrada bahía al punto que el mar, sin oleaje, en ese lugar parecía un lago y sobre un promontorio se distinguía el perfil de un elegante hotel que correspondía al Astir Palace, de una conocida cadena local de hoteles de buena categoría , que habíamos reservado para pasar pocos días. Nos resultó un lugar idílico, con una magia muy particular; confortable, comida excelente y el plus que desde nuestra habitación, la vista de la costa y la bahía era sencillamente maravillosa. Buena parte de nuestro día transcurría en la playa. El cielo siempre azul y el agua tibia y calma me permitía nadar sin sobresaltos. Lanchas rápidas salían de un muelle vecino, equipadas con paracaídas para los que deseando emociones más fuertes, se suspendieran en el aire logrando producir adrenalina y una vista inmejorable. También se disponían de equipos de buceo, completando las opciones para unas inolvidables vacaciones marinas. Luego del mar, nos aguardaba la arena, yo con la protección de alguna sombrilla y Martha recibiendo los rayos del sol a satisfacción plena.
A la tardecita, el bus del hotel nos llevaba desde Komeno bay, que era el nombre del lugar, para recorrer las zonas vecinas y volver a la la ciudad de Corfú. Recuerdo en el camino, la visión reiterada de una iglesita que se alzaba en solitario en medio del agua, con un angosto sendero de tablas de madera que la unía a la orilla, recorriendo unos cien metros para llegar allí, lo que producía un encantador efecto de espiritual irrealidad.
La capital presentaba, como lo mencioné, una edificación del 1800, con construcciones de grandes arcadas, al estilo veneciano, monumentos infaltables con las imágenes en piedra o bronce de los sucesivos conquistadores o libertadores de la isla, su viejo castillo, su catedral bien conservada. Oleadas de turistas recorrían las calles y en el cielo, las mencionadas bandadas chillonas de golondrinas. describían sus nerviosos círculos con rapidez increíble, para hacer honor al nombre impuesto por los italianos, de “rondinella”. Tomábamos algún café bajo las arcadas, comprábamos algún recuerdo y a regresar al ómnibus para disfrutar de nuestro paraíso en “komeno bay”
Mi memoria me regala un atardecer en que mirábamos una gigantesca pantalla de televisión en el “loby” del hotel junto a un grupo de ingleses que también recorrían la isla. El mundo hervía de emoción pues se disputaba un mundial de futbol, con toda la pasión que estos torneos despiertan. Se jugaba en México y la escuadra argentina avanzaba airosamente con la capitanía extraordinaria de Maradona. En ese momento se disputaba una de las instancias semifinales entre nuestro país y el Reino Unido, con la rivalidad acrecentada después de la guerra de Malvinas. En uno de los avances, se ve a Maradona saltando sobre el arco rival para alcanzar de cabeza una pelota que entra en medio del alarido de ¡¡Gol!!, que yo también grité. Pero luego la cámara repite con minuciosidad a la jugada una y otra vez y la duda flota en el ambiente. ¿es la cabeza del diez la que impulsa al balón? ¿O es su puño cerrado, pegado al cráneo, la “mano de Dios” como lo dio en llamar después el mismo Maradona, autor del tanto? Los ingleses, que hacen suya la sospecha, empiezan a recriminarme como si yo hubiese participado en algo incorrecto. No les contesto. Pero pronto la provocación se interrumpe y para siempre; pues una nueva jugada increíble del mejor jugador argentino, deja parada a toda la defensa inglesa y marca un extraordinario gol, incuestionable ahora, para consolidar la victoria. Allí dejé caras serias y sorprendidas y yo me fuí muy feliz a mi habitación.
Durante la noche, desde el jardín del Astir, disfrutábamos de un cielo transparente, donde la carga de estrellas del firmamento parecía multiplicada al infinito, con un brillo pocas veces visto antes. ¡Gratos días los de Komeno! Con un dejo de pena, tras prolongar por dos veces nuestra estadía que se extendió a más de una semana sabiendo lo poco probable de un regreso, nos preparamos para el paso siguiente: salir de la isla en un barco y cruzar el estrecho mar Adriático para desembarcar en la costa italiana a la altura de Bríndisi. Así lo hicimos en su momento.
El cruce del adriático fue interesante, con aguas calmas bajo un cielo persistentemente azul y un sol de fuego. Pero el pasaje sobrepasaba lo pintoresco. El barco estaba ocupado por grupos de jóvenes con las indumentarias mas estrafalarias que uno se pueda imaginar y muchas de las chicas se bronceaban en la cubierta con el torso desnudo. Si bien éramos inexpertos, no así ingenuos y mucho no necesitamos para entender que allí la droga circulaba en abundancia. Seguramente tal conocimiento justificó el proceder en la aduana italiana. Apenas amarramos; las valijas fueron retiradas de bodega directamente por los oficiales de abordo, sin que tuviésemos acceso a ellas y ante mi asombro, fueron llevadas en un camioncito a cierta distancia y amontonadas en un salón, para que un grupo de perrazos las olfateara a conciencia. Primero intenté protestar por el proceder que me pareció abusivo, pero luego de contemplar aquellos canes nerviosos y el rostro adusto de quienes los conducían, comprendí que la situación requería perfil bajo y con toda discreción retiré sin apuros nuestro equipaje cuando me lo entregaron, que por supuesto había atravesado sin mancha la inspección canina. Una vez que abandonamos al grupo hippie, respiramos aliviados y subimos al auto que habíamos reservado. Horas después, con renovado entusiasmo, nos lanzamos a recorrer la planta de la bota itálica, hacia el sur.
En un viaje posterior, a propósito de un Congreso Internacional que se realizó en Atenas en el Hotel Intercontinental, sacamos un pasaje para visitar en catamarán rápido (flying dolphin o Hydrofoil) la isla de Hydra en hora y media de viaje, con parada alternativa en la isla de Poros. Hydra pertenece al grupo de las islas Sarónicas, muy vecinas al continente. Muy pintoresca, de fácil acceso desde el Pireo y montañosa, se transformó en un lugar cosmopolita, ideal para el descanso por lo que algunos artistas e intelectuales pasaron largas temporadas en sus casas o en buenos hoteles.
Su costa es básicamente rocosa, con pequeñas playas aisladas a donde se llega sólo por el mar y numerosas cavernas, muy aprovechadas en su momento por piratas para esconder tesoros, mientras que su puerto tiene forma de media luna casi escondido en una bahía muy cerrada y rodeado por playitas con buena arena casi en contacto con las principales construcciones.
En Hydra abundan los establecimientos comerciales, incluso mercados y galerías, restaurantes y tabernas para todos los bolsillos. Una vieja Catedral surge en el medio de esa medialuna y casonas elegantes del siglo XIX, con frentes venecianos o genoveses dan el aspecto atractivo de un abolengo trasnochado. En la actualidad son edificios públicos, como una Escuela de Bellas Artes y un Museo. El transporte se realiza en burro para los ascensos rocosos y en lanchas para las playas vecinas donde no se llega caminando. Por lo demás, todo es peatonal. La isla tiene su principal caserío desarrollado en la parte baja y luego las blancas construcciones se diseminan por la montaña por senderos engalanados con flores y una vegetación no muy frondosa que la oculta sólo parcialmente, permitiendo desde la altura la maravillosa vista del sedante mar Egeo. En la parte más alta que recorrimos, se encuentra un monasterio que por razones de tiempo, no visitamos. El aire allí es puro y se respira esa tranquilidad tan apreciada por los que habitamos en grandes ciudades.
Finalmente, la isla tiene un puerto importante y concurrido, ocupado por barcas de pescadores y navíos de turismo de porte variable. En uno de sus extremos se levanta una gran figura en bronce y algunos cañones que han quedado, nos recuerdan los tiempos más violentos de la guerra de la independencia, en donde Hydra fue un participante muy valioso. Almorzamos en la taberna “The three brothers” excelentes platos típicos del lugar y un par de horas después volvemos a embarcarnos para regresar al Pireo
En cuanto a Poros, pasamos a su vera sin detenernos, mostrando una elegante población, mas extendida y abierta que la de Hydra y con las típicas casitas griegas que se dispersan subiendo pequeñas colinas..
Regresamos a la cuna de la democracia por unos días más, antes de emprender el vuelo a casa.