por Roberto I. Tozzini
Juan Martinez iluminó mis años como estudiante de medicina y el comienzo de mi carrera profesional. Nuestro grupo de estudio rendía las materias  de 3er. año cuando ávidos de aprender, comenzamos a frecuentar un viejo hospital del sur rosarino: el Roque Saenz Peña. Es que en su servicio de clínica brillaba un conjunto de médicos que comenzaban a trascender por su conocimiento increíble de los textos médicos y su capacidad de interpretar los síntomas de los pacientes en pos de curar la enfermedad. Me refiero a Lázaro Gidekel, Juan Enrique Martínez y Miguel Hadad. Por sobre ellos como un sol mañanero se elevaba el jefe indiscutido, el Prof. Juan Martinez o afectuosamente, el “Nato” como los llamaban sus allegados por la chatura de su nariz. Pero en mi recuerdo, no era el apéndice nasal lo que lo caracterizaba, sino sus ojos redondos y brillantes que transmitían su entusiasmo vital, tanto  frente al diagnóstico esquivo que él terminaba de aclarar, como ante los grandes principios de la vida médica y civil  que como golpes de puño, descargaba sobre nuestras jóvenes conciencias ávidas de conocimientos, conductas y formación.

Un docente que nos explica los mecanismos de la enfermedad o los medicamentos en boga para tratarlo, es un técnico eficiente y probablemente, un buen profesor.  Pero quien nos enseña la trascendencia del compromiso médico, su función de servicio; la capacidad de comprender el sufrimiento del otro y genera nuestra  compasión para procurar el auxilio real, limpio, sin intereses comerciales o de exaltación personal, es alguien superior al que enseña una disciplina; es un Maestro que nos señala el camino para vivirla y hacerlo en gozosa plenitud.  En síntesis, nos regala la alegría de ejercer la profesión. 

En mis comienzos, ese hombre fue el “ñato Martínez” y por ello evocarlo siempre me produce sana alegría.  Ha sido mi referente en conceptos de ética profesional y en la prioridad de atención del paciente por sobre cualquier otra circunstancia administrativa, económica u organizativa.Terminado su periplo en el hospital periférico adonde había ido a servir luego de renunciar como profesor para no atar su dignidad a ningún mandamás de la Patria, luego de la rebelión cívico-militar del 55, retorna al hospital del Centenario como profesor titular de clínica médica. 

Continuó exponiendo allí su amor por la medicina, su sencillez frente al enfermo y su contagioso entusiasmo con sus colaboradores y alumnos. Al recibirme, por mi promedio, pude elegir su sala para mi internado de 6 meses, guardando un recuerdo inmejorable de ese tiempo de intenso trabajo, aprendizaje infinito  y consolidación de conductas que me ha permitido mantener una satisfacción personal por la asistencia médica, aún en momentos dolorosos, complicados o negativos.

Luego continué para completar mi formación quirúrgica, con las practicas en otras salas del viejo hospital y mi maestro, mi querido “ñato” se fue distanciando en el recuerdo. El persistió enseñando, reafirmando sus mensajes éticos en su conducta personal y asistiendo con igual dedicación a sus pacientes, sean en el hospital o su consultorio privado.  En el último tramo de su vida, el destino le fue adverso. Su hijo médico, quizás su principal proyecto para el ocaso, enfermo gravemente, por lo que abandonó la profesión y se dedicó a su cuidado los últimos años de la vida.

Es lo que mi memoria ha guardado de esta gran persona que se dedicó a la medicina. No fue un innovador ni un  investigador exitoso y quizás por ello, su identidad se va desvaneciendo en el recuerdo histórico. Pero en el álbum  de las personas nobles, de las que han sabido inspirar ideas altruistas entre sus seguidores, de las que han brindado su amor para curar a los sufrientes, en ese libro cuajado de emociones, estará su foto y nadie podrá reemplazarla.