De Gaulle: Las enfermedades de los que nos gobernaron
Dirigió la resistencia francesa contra la Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial y presidió el Gobierno Provisional de la República Francesa de 1944 a 1946 para restablecer la democracia en Francia.
En 1958, Francia se tambalea. Padece una anemia pertinaz producida por los clanes políticos que bloquean las instituciones. Carentes de inspiración, sus gobiernos apenas duran algunas semanas. Ni en la metrópoli ni en Argelia, todavía colonia, donde desde hace cuatro años se propaga la rebelión nacionalista ante un Ejército paralizado por las disensiones, el Estado ya no tiene autoridad.
Como siempre en este caso, unos facciosos levantan la cresta. Algunos, un puñado, zumban tan fuerte qué logran despertar la creencia de que está incubándose una revolución. Otros califican de leucemia el debilitamiento nacional. Y la IV República se cree verdaderamente malherida. En su misma médula. Se abandona, al modo de los gorilas en los que el instinto de conservación de la vida ha huido hasta tal punto que ya no construyen madriguera y frenan la reproducción de la especie. La IV República recibirá la muerte. Sin embargo, antes de hundirse, en 1957, verá pasar la antorcha a manos del gran paladín que no se había en absoluto retenido para recriminar sus errores: Charles de Gaulle, general de brigada en situación de retirado.
Charles de Gaulle: Severamente vestido durante un viaje a América Latina

Un tardío retorno al timón. Charles de Gaulle entra, en efecto, en sus sesenta y ocho años. Pero Francia no respinga. Lo vuelve a encontrar envejecido, es cierto, y abotagado. Enmascarada entre los pesados pliegues de los párpados, la mirada parece a veces desengañada. La voz se ha engolado. Cincela con complacencia las palabras inusitadas, que tienen garra. En su estela, el hombre suscita más que nunca y, por partes iguales, la idolatría y el odio. Este calor y .este frío lo exaltan, rubrican su potencia. Es la indiferencia la que tumba a los jefes deEstado. Acaba de moldear una nueva Constitución, consagrando la V República. Durante quince años, empuñará la caña del timón. Conocerá su lote de conflictos, políticos y personales, durante este reino, pero los dominará.
Figura entre esos privilegiados que parecen no «sentir su cuerpo»; el estado de bienestar absoluto, según dicen los médicos. En verdad, esto ha sido una cuestión de voluntad. Ningún individuo escapa totalmente a las miserias físicas, en el curso de la vida. Lo que le diferencia del hombre corriente es que él jamás se ha «escuchado». Tanto como por su filosofía y sus triunfos, es por este silencio que imponen a su organismo, en lo que se reconocen los Gigantes. Ciertamente, la resistencia a las enfermedades supone una constitución excepcional. Es evidente que los «monstruos» la poseen. Pero el instinto de poder elevado al paroxismo y la fe integral que las anima, cualidades que tanto les distingue de los hombres tranquilos, también les protegen. Favorecido de este modo, Charles de Gaulle ha sabido retirarse en el momento en que se asomaba el desgaste orgánico. Es por este raro aspecto por lo que su ejemplo valía la pena de ser Señalado.
Un esquema corriente permite juzgar cómodamente a los jefes de Estado. Su reputación queda a la misma altura que la irradiación de su país. Pero, con De Gaulle, semejante comparación falsearía la apreciación. Sin duda porque no ha sido un político en el sentido estricto del término, de hombre madurado lentamente en el seno de un partido. Ni siquiera un perfecto militar, si bien haya vestido el uniforme buena parte de su vida. De hecho, ha señalado la Historia por su propensión a instalarse al timón de Francia cada vez que se han desencadenado las olas de fondo.
Charles de Gaulle: Presidente de Francia, agosto 7, 1959

Ha producido bastante intriga una constancia semejante en contestar a las citas de la desesperación. Las tragedias desgastan más que la serenidad. Además, no se nace espontáneamente hombre de las tempestades. Las exploraciones del bagaje hereditario reservarán sin duda muchas sorpresas a los investigadores. Pero lo que sí saben es que en dicho bagaje jamás descubrirán la molécula que indique la complacencia en los dramas.
La educación recibida por Charles de Gaulle, tercero de los cinco hijos de una familia de rancia estirpe burguesa, no ha justificado esta disposición. Henri, el padre, profesor laico en los jesuítas que preparaban para las grandes escuelas, en París, enseñaba a su hija y a sus cuatro hijos que los reyes hicieron, en el pasado, la grandeza de Francia. Una Francia procedente del fondo de las edades, dominada aún por los siglos y permaneciendo siempre ella misma a lo largo del tiempo. En resumen, puro Chateaubriand. Por añadidura, les inculcaba una rigurosa moral y el desinterés. Nutridos en este credo, se convirtieron como él en monárquicos nostálgicos, patriotas activos, seres animados por el estricto sentido del deber. Es a este padre, que manejaba magníficamente la filosofía y el latín entre todas las materias, salvo las lenguas extranjeras, a quien Charles de Gaulle debió su afición a las letras. Sin embargo, nada en esta pedagogía importante, pero clásica, predisponía a un comportamiento destinado a los tumultos.
Tampoco aclara más las cosas su educación en la Academia Militar. Fue plenamente convencional. Primero Saint-Cyr, el molde para los galones militares, Después la Primera Guerra Mundial. Y más academias militares. Y la vida de guarnición. Y el escalafón de ascensos. Un universo que valoraba más la mediocridad que el entendimiento.
La explicación procede, lógicamente, de la Historia, la generosa generatriz, ¿Cuántos destinos no ha forjado? El impacto sobre el desarrollo de las fuertes personalidades siempre había preocupado a Charles de Gaulle. Desde su juventud, aparte de los cursos en la academia, estudió ampliamente el mecanismo de la subida al poder de los poderosos. Napoleón Bonaparte, por ejemplo. Y George Washington, Thomas Jefferson o el príncipe Otto von Bismarck. Había notado que se convirtieron en jefes de Estado porque supieron encontrar y dominar un acontecimiento. Lo reveló así al periodista americano C. L. Sulzberger. Muy pronto, por mimetismo, se dedicó a moldear con cuidado sus propias actitudes, su modo de pensar, tomando como base el comportamiento de aquellos hombres célebres. Una mezcla de resolución implacable, de rigidez y de fulguraciones.
Era preciso el hormigón para ligar la argamasa. De Gaulle lo extrajo de la filosofía, cerca de Henri Bergson, a quien trató en varias ocasiones en casa de su padre. Para el espiritualista francés, el hombre debía acoplar la inteligencia con los impulsos, para convertirse en un ser de acción. Decía que, disociados, estos motores no llevaban jamás a la cumbre. El intelectual puro se queda en adobo en su propia cultura, hasta la esterilidad. Y el impulsivo global, cuyo cerebro no dominase las emociones sin embargo necesarias, corre infaliblemente hacia las locuras. Esta enseñanza impregnó a Charles de Gaulle. El poseía las dos fuerzas. Bien unidas, barrerían los obstáculos.
Para este candidato decidido a llegar al poder, quedaba por elegir su registro de tonalidad, el movimiento que le permitiera orquestar la liberación de su energía. Soldado de oficio, no disponía más que de una estrecha posición: o bien la toma del poder a favor de un pronunciamiento, o el acceso espontáneo, pero legitimado, al mando, con ocasión de una crisis profunda. La primera posibilidad suponía una inclinación al furor, a la violación de los espíritus, a la dictadura, todo lo cual se lo impedía su atavismo. Su fobia por los clanes, por la dependencia a todo grupo de presión, le llevaba por el segundo camino.
Si es que alguna vez hubo un complot gaullista, se halla únicamente en un aspecto: la disponibilidad de este hombre. No fue más predestinado que otro para convertirse en jefe de Estado. Pero se había preparado de todos modos con este propósito. Faltaba aún que el país lo descubriese y supiera que no había aparato tras él, que se mantendría siempre por encima de los partidos. Nunca se debilitaría su autodisciplina. Sostuvo celosamente su solicitud voluntaria. Un aura de misterio le envolvía y le protegía.
Charles de Gaulle: El presidente de Francia con el Primer Ministro Británico Harlod Wilson (izq), julio de 1968

La segunda oportunidad se presenta en 1944. La guerra no había terminado aún. Un aroma de aventura se apoderaba de Francia. En septiembre, en París, De Gaulle formó rápidamente un gobierno provisional. Este gobierno provisional era él. Lo cual le permitió restablecer las instituciones republicanas. Pero, al ver reaparecer los partidos, con los mismos nombres, las mismas clientelas de antaño, «los pequeños fuegos bajo las pequeñas ollas», como decía con frecuencia, comprendió que tendría que dejar a aquel régimen, extender de nuevo lo que él llamaba la «nocividad». Abandonó, pues, el poder en 1946, sumiéndose en una travesía del desierto que se prolongaría durante doce años.
Para su tercera hora, en 1958, al contrario de lo que piensan bastantes exegetas, no tuvo que sembrar los fermentos de la tormenta. Existían ya. Le bastó cosechar. En efecto, el Ejército cedía a sus decepciones. Los nacionalistas ardían en deseos de imponer sus puntos de vista. El blando vientre del país temía la piedra de amolar del destino. Y un comando de pretorianos le llamaba para ocupar el poder. Se dejó llevar al palacio del Elíseo, a la presidencia de la República, por la misma ola de los acontecimientos favorables para él. Pero siempre fiel a su mística, sin conceder la menor prenda a los sediciosos. De este modo los mantenía a raya. Más tarde, los someterá, implacable hacia los que aplastará. Pérfido con aquellos a quienes engaña. No le importa nada en absoluto pasar por procomunista a los ojos de la extrema derecha y por dictador para los izquierdistas. Las olas de los rumores no le afectan ni llegan siquiera a la suela de sus zapatos. Invariablemente solitario, despegado y altivo, se mantiene fuera del alcance de la refriega.
Charles de Gaulle: La imponencia del poder

La elección del doctor Lichtwitz, como médico personal, no responde a la casualidad. Su especialidad concierne directamente al general, quien padece una diabetes ligera. Una afección extendida que ha compartido con más de un millón de franceses, caracterizada por la presencia persistente y anormal de glucosa en la orina. Es resultado de un mal funcionamiento en el metabolismo de los hidratos de carbono que aumenta la tasa de glucosa sanguínea. Quizá de origen hereditario, ya que así es una vez de cada tres casos.
Este trastorno del metabolismo, en De Gaulle, queda controlado a fuerza de vigilancia, de régimen y de recursos de farmacopea. Pero el general no ignora nada sobre las manifestaciones degenerativas que le amenazan, como a todos los diabéticos. Suelen afectar los nervios periféricos y acarrear complicaciones vasculares. Una de ellas afecta a la vista. Cuando alcanza la retina, provoca la ceguera. A veces, sólo afecta al cristalino, una especie de lentilla transparente que hay en cada ojo y que permite formar sobre la pantalla de la retina las imágenes captadas del exterior. La deformación del cristalino causa entonces miopía, hipermetropía, presbicia o astigmatismo. La catarata se presenta cuando el cristalino se vuelve opaco. Casi siempre los dos ojos resultan afectados al mismo tiempo.
En 1956, este trastorno había afectado al general De Gaulle tanto a causa de la edad como sin duda de la diabetes que padecía. Acababa de cumplir sesenta y seis años. Se decidió la extirpación del cristalino en los dos ojos. Una operación todavía dolorosa en aquella época. Agobiado durante algunas semanas, con el temor de verse convertido en un anciano senil antes de tiempo, a pesar de todo Charles de Gaulle superó la prueba. Desde aquella fecha debía llevar unas gafas especiales, de gruesos cristales, que se niega a poner en público, a fin de permanecer fiel a la imagen legendaria del hombre del 18 de junio de 1940. Pero ahora ya no distingue siquiera los rasgos de sus interlocutores. Sólo percibe sombras.
Un año después de esta intervención oftalmológica, el doctor Lichtwitz prohíbe rigurosamente al general De Gaulle que fume. Lo cual dejaba sospechar la amplitud y la extensión de los daños en su sistema arterial. Claro que fumaba mucho: más de tres paquetes de cigarrillos diarios, de la marca «Navy Cut», en recuerdo de su época de estancia en Londres.
Este cuadro clínico impulsaría a muchos hombres a escatimar mucho sus esfuerzos. Ahora bien, por el contrario, su reencuentro con el poder galvaniza al general De Gaulle. A partir de 1958, la diabetes y sus dificultades visuales se olvidan. El alborozo nacido del poder le transporta. Borra, en él, la percepción de los trastornos físicos, aun cuando prosiguen insidiosamente su labor de zapa. No causan dolor y no molestan para nada su actividad intelectual. La apariencia y el gesto traicionan evidentemente la edad. Pero el destello del espíritu y la solidez de los razonamientos hacen olvidar el envejecimiento del cuerpo.
Con un ritmo de diez horas de trabajo diarias, a veces trece o catorce cuando se produzcan las graves crisis en su reinado, emprende un maratón que someterá a ruda prueba su resistencia. En el curso de su primer septenio, se dirigirá treinta veces al país a través de la Radio y de la Televisión. Conferenciará con todos los cuerpos constituidos y todos los alcaldes de Francia, visitará dos mil quinientos municipios, efectuará ochenta viajes, concederá miles de audiencias, sostendrá ochocientos consejos y se entrevistará, por le menos, con quince millones de franceses.
Charles de Gaulle: Vestido de minero, agosto de 1959

Charles de Gaulle: La cortesía francesa en su encuentro con un Jefe de Estado latinoamericano

Dos atentados fallados por muy poco, en Pont-sur-Seine, y después, en Clamart, indican asimismo que sigue expuesto permanentemente a los gestos demenciales. No lo ignora. Hasta ha confesado que no le disgustaría desaparecer de esta manera. Una salida vagneriana. Porque ha leído demasiado a Nietzsche, experimenta la sombría atracción de las cosas que proporciona la muerte. Por la misma razón soporta mal los doscientos guardias, los quince inspectores de paisano y los quinientos «gorilas» que le protegen.
Un temor idéntico de verle ceder brutalmente a un cataclismo orgánico impulsa a sus más íntimos allegados a reforzar su servicio médico. En diciembre de 1959, su hermano, Pierre, fue acometido en el Elíseo por un grave ataque cardíaco, que le causará la muerte. Sucedió durante un fin de semana. El doctor Lichtwitz había salido de París. En la enfermería próxima al pabellón a la entrada del palacio sólo se encontró unas tabletas de aspirina. Pasaron algunas horas antes de que pudiera acudir otro médico. Pero en vano. Este drama, al que asistió el general, indujo a los responsables de la seguridad a que hubiera siempre dos jóvenes médicos, internos del servicio de sanidad, que se turnaban cada ocho meses. Se relevaban junto al general, al que seguían y vigilaban en todos sus desplazamientos. Les fue preparada una habitación, cerca de la suya. No abandonaban en ningún momento su maletín de urgencia. Su misión se reducía a aplicar los primeros cuidados, a asegurar una reanimación, en espera del especialista, o bien hasta que fuera trasladado al hospital Cochin, donde constantemente permanecían preparadas dos salas reservadas al general.
Su médico de cabecera, el doctor Lichtwitz, morirá el 19 de julio de 1963. Antes de fallecer, presentará su sucesor a Charles de Gaulle: a su amigo, el doctor Roger Parlier, jefe de clínica en el hospital de la Fundación Rothschild.
El año de 1964, desde su inicio, aun siendo el más tranquilo de su primer septenio al frente de la política, se revelará muy agotador, físicamente, para el general De Gaulle. Por entonces tiene setenta y cuatro años. Visiones de apocalipsis lo atenazan periódicamente. Sus predicciones y tonos se hacen desesperados. Y quienes le rodean, por más acostumbrados que estén a sus comedias, no saben ya si les está engañando. Somete a esfuerzo su resistencia, Lo cual se registra, por otra parte, en sus cambios. Ingenioso y resplandeciente por la mañana, se transforma algunas horas después en un anciano sintiendo aproximarse el frío eterno. A la mañana siguiente, se recupera. Desde aquel momento, la longevidad en los demás le fascina.
Lo que más teme, sobre todo, es la decrepitud y su lamentable espectáculo. Como todos los seres a los que endurece una ascesis (gran virtud) moral, los que pretenden ignorar su cuerpo, tiene algunas veces sus fantasmas. Durante largo tiempo, creyó que un cáncer terminaría con él, y así se lo expuso al doctor Lichtwitz. La obsesión que le embarga, a principios de 1964, se refiere a la senectud. La conoce bien por haberla estudiado desde 1925 en la propia persona del mariscal Philippe Pétain. Servía entonces de «negro» al viejo soldado, escribiendo los libros que el veterano firmaba. «Yo, que trabajaba a su lado —informará más tarde—, he visto aparecer en él dos fenómenos igualmente fuertes y no obstante contradictorios: el desinterés senil por todo y la ambición senil de todo».-
Afectado por esta senilidad, Philippe Pétain no trabajaba más que cuatro horas al día. El aspecto seguía siendo marcial, engañador; la cabeza ya no regía acorde con el paso. «Su entendimiento está embotado —escribía De Gaulle—. Sin embargo, no desistirá. Hasta apunta mucho más alto. Es su crisis, la propia de la edad avanzada. La ambición es la última pasión de los ancianos».
¿Nota a veces el general que esta ambición desborda su inteligencia? Un hecho demuestra hasta qué punto se observa a sí mismo: somete a sus colaboradores a una presión abrumadora, preguntándole a cada uno quién se atreverá a decirle que se mar-che, cuando sea aún tiempo. Sin embargo, alimentados psíquicamente por el instinto de potencia, sus recursos físicos están menos mermados de lo que parece. El viaje oficial que emprende a México, del 15 al 24 de marzo de 1964, lo demuestra. En efecto, padece un adenoma, un tumor de la próstata. Esta glándula masculina, en forma de castaña, situada bajo la vejiga, ciñe normalmente el conducto uretral por el que se evacúa la orina. Mediante el líquido nutricio que segrega, contribuye a proteger el semen masculino. Cuando un adenoma —algunas veces peligroso— aumenta su volumen, constriñe la uretra y dificulta la micción. Puede llegar a provocar una retención completa de orina. Cuando su congestión no cede ya a la terapéutica ni a los baños tibios, es necesario operar. Pero Charles de Gaulle no ha querido aplazar el viaje a México. Pospuesta la intervención quirúrgica para más tarde, lleva colocada una sonda permanente en la vejiga, colocada por el doctor Pierre Aboulker, uno de los más eminentes urólogos franceses.
Charles de Gaulle: La severidad del uniforme disimula las flaquezas del organismo

Que la prótesis sea americana o francesa no cambia nada el hecho de que llevarla resulte a veces doloroso. Y el círculo íntimo del general se pregunta muy en voz baja sobre la gravedad del trastorno. Se observa de reojo el comportamiento del Presidente. Impávido alarga el paso. Olvida el sufrimiento. El personaje supera a la persona. Allá, lo que él representa, es a Francia.
Poco después del regreso a París, ingresa en el hospital Cochin. Y se entrega, el 17 de abril, al equipo quirúrgico del profesor Aboulker. El doctor Jean Lassner, reanimador habitual de este último, se encarga de la anestesia. El patrón empuña el bisturí. Traza la incisión en el tabique abdominal, pasa a través del hipogastrio, entre las fosas ilíacas, y extirpa la próstata, respetando la vejiga. La biopsia confirma que el tumor no es maligno.
Recuperadas todas sus facultades a principios del otoño, decididamente hecho de una madera rara de encontrar, el general De Gaulle se lanza a una gira insensata, de septiembre a octubre. Veinticinco días a paso de carga, por diez países de América Latina. Discursos en cadena, comidas copiosas, escaso sueño en el avión, clamores afrontados, miles de manos estrechadas, nunca un retroceso ante la embestida de la masa, nada de gafas contra el sol insoportable para sus ojos enfermos. ¿Qué quiso demostrar? El Presidente francés ha considerado políticamente a la América Latina como un continente de porvenir. No quisiera dejarla a solas, mano a mano con los Estados Unidos. También desea que no se deslice hacia el comunismo. Unos deseos muy dignos de respeto, sin duda, pero bastante ¡lusos. Allí, como en casi todas partes, los que empuñan las mordazas del torno son los que mandan. Pero ha sido su visión del mundo y de la democracia lo que fue a defenderían lejos.
Que haya regresado al poder diez años demasiado tarde, considerando únicamente el aspecto de la salud —por otra parte, se quejó de ello al doctor Lichtwitz— puede medirse a partir de 1965. Hasta los ríos más caudalosos precisan un desnivel para que puedan verter sus aguas en el mar. Es una ley de la física. Es necesaria la juventud a los hombres, hasta para los más poderosos, para que puedan desarrollar sus aptitudes largo tiempo. Es una ley biológica. Y estos hechos incontrovertibles, mensurables por la ciencia, no se discuten, ya que son infalibles. Largo tiempo plenamente tormentoso e impetuoso, el general De Gaulle entra, a los setenta y cinco años, en esa edad postrada en que el organismo comienza a desfallecer como un río perezoso en deltas. Sin embargo, reinicia un nuevo septenio.
Discutida por unos, alabada por otros, su V República salió de la tormenta que consagró su alumbramiento. A medida que se borra la época de los peligros, que se fortalece la paz de los espíritus, los observadores se hacen más cáusticos, más críticos. El general —recalcan— logrará todavía algunos éxitos a su modo, en política internacional. Restablecer la autoridad de Francia, salir de la Organización atlántica militar y tratar de construir Europa. Pero no podrá oponerse al reparto del mundo en tutelas soviéticas y americanas. En política interior, hacen notar que si ha podido lanzar la industrialización en un país fundamentalmente agrícola, no ha logrado solucionar las dificultades económicas nacidas del reparto de riquezas. Sus proyectos de participación se estancan.
En su estela, las veleidades de emancipación comienzan entonces a apoderarse de algunos de sus colaboradores más próximos. Hasta el propio Georges Pompidou, moldeado en su ambiente, siente surgir en él la fiebre de la liberación. Todavía respetuosos en apariencia de los ritos instituidos, algunos se desprenden en profundidad. Se empiezan a propalar los defectos del gran hombre. Habiendo abandonado muy pronto el navío gaullista, a propósito de la reforma constitucional en 1962, Pierre Sudreau afirma su certeza de que el general hace vigilar a sus ministros desde 1958, observar su tren de vida, anotar a quién reciben en sus casas y hasta en sus camas. Por otra parte, el servicio de información permite a la señora De Gaulle poder orientarse entre los meandros de la vida parisiense, y proscribir de su mesa las parejas de divorciados.
Charles de Gaulle: En uniforme de cadete de la Escuela de Saint Cyr, 1910-1911

Su memoria sigue siendo buena. Los — engranajes dela mecánica moral, lubricados, funcionan bien. Puede sostener todavía sus espléndidas conferencias de Prensa, expuestas al límite de noventa minutos, sus admirables discursos durante una hora, sin consultar una sola nota, sin cambiar ni una letra del texto original aprendido.
En política internacional, su verdadero campo de batalla, su tenacidad tampoco ha disminuido. En Pnom Penh, se muestra duro y tajante con los americanos de quienes desaprueba el expansionismo en Extremo Oriente. No retrocede tampoco en afligir a muchos de sus partidarios al condenar a Israel, con motivo de la guerra de los Seis Días desencadenada por este país, en 1967. Hiere igualmente sin remordimientos al pueblo judío, «dominado y seguro de sí mismo». A sus ojos, defiende así los intereses de Francia en Oriente Medio. Y en julio de 1967, ofende al Canadá con ocasión de una visita oficial, al exclamar: « ¡Viva Quebec libre! ».
Charles de Gaulle: Se acerca la hora de abandonar el puesto.

¿Un tumulto estudiantil que toma un mal giro? ¿Un descontento justificado? ¿Un fuego de malezas? ¿Una rebelión? En todo caso, el país no sigue al puñado de jóvenes que alborotan las calles parisienses. Pero comprueba con espanto que el poder flota. Cierto que el general De Gaulle estaba por entonces en el extranjero, en Bucarest, en visita protocolaria a los rumanos. Cuando regresa, descubre una crisis que su Gobierno no ha podido controlar. Los obreros desbordan el movimiento universitario. Esta vez, el poder debe intervenir. Para apaciguar a los manifestantes, el Primer Ministro, Georges Pompidou opta por una maniobra ladina: conceder los aumentos de salario reclamados; un leve empujón a la inflación volverá a restablecer el equilibrio deseado a las finanzas. Por su parte, el general De Gaulle ya no se percata de la situación. Se le escapa de las manos. Atraviesa una crisis moral. Desaparece súbitamente, con su familia. Sobrevolando la Francia tranquila, se desintoxica en el aire. Veinticuatro horas más tarde, regresa al Elíseo, recupera el poder, encuentra las palabras que de nuevo dan en el blanco, y recobra al país al que mira «los ojos en los ojos». Los electores, en junio de 1968, proporcionan una victoria aplastante a la mayoría de su partido: 358 diputados sobre 485.
Sin embargo, está ya descorazonado. A los setenta y ocho años no se puede volver a iniciar la conquista política de una nación, con un equipo nuevo. Ahora bien, esto es lo que debería hacer. Aunque el escrutinio de junio haya reunido tantos votos populares en torno a su nombre, su confianza en buen número de los hombres que le rodean ha desaparecido. Lleva a cabo su divorcio político con Georges Pompidou, y se enmuralla en el aislamiento. Entre el tumulto desencadenado por su breve desaparición, los rumores más desagradables han procedido, en efecto, del seno de su tribu. Ciertos barones han mantenido la compostura. Otros han cedido al pánico o bien han liberado súbitamente su codicia por el poder. Han rechazado su carisma, no reconociéndole ya más este don particular que le permitía dominar los huracanes. A sus espaldas han murmurado: «Titubeó, ha vacilado», «El jarro está agrietado», «El jefe está acabado».
¿Acabado? La fatiga le gana, es verdad, con un poco de anticipación sobre sus previsiones. A su yerno, Alain de Boissieu, y a su hijo, Philippe, De Gaulle nunca les ocultó que se retiraría a los ochenta años. Tan sólo sus médicos y él mismo, indudablemente, saben que un aneurisma disecante de la aorta se está desarrollando en él. La dolencia ha sido identificada hace ya algunos años. La túnica de las arterias ha sufrido por la acción combinada de la arteriosclerosis y de la hipertensión. Unas dilataciones localizadas, hernias en cierto modo, alcanzan la aorta, el camino real del torrente sanguíneo, en el tórax y en el abdomen. La diabetes seguramente ha contribuido al progreso de la enfermedad. Estos aneurismas, como dice la medicina, significan que la túnica interna de este gran vaso está rota en varios lugares. Inflaman la capa media y el tabique externo de la aorta. Pueden perforarla.
He aquí, pues, que para Charles de Gaulle se acerca la-hora de abandonar el puesto. La savia se agota bajo la corteza del roble. Ha empuñado el timón hasta entonces, sin flaquear, ha dominado, sin nunca mencionarlos, estos malestares físicos que habrían truncado la carrera de más de un candidato al poder. En su avión, ¿cuántas veces le han sorprendido como una estatua erecta en el sillón, con los ojos muy abiertos, mientras que sus ayudantes, agotados, duermen pesadamente? In-sensible a los climas, al agotamiento, siempre dio el ejemplo para el mundo, cuando ha representado a Francia. Puesto que la erosión se acerca, él no naufragará en público. Esto ni se imagina.
Por sí mismo, abre la puerta de su salida. Con un referéndum voluntariamente ambiguo, que mezcla la economía con la política. El «No» es el que se impone el 27 de abril de 1969. Aquella jornada, once minutos después de la medianoche, el general De Gaulle dimite de sus funciones. Regresa inmediatamente a su casa, a su refugio, en Colombey. En la actualidad se sabe que allí se ha preparado para la muerte. Herido en lo más profundo de su ser, una gran pesadumbre ha hecho presa en él, según explicó Raymond Tournoux. Una profunda tristeza no ha cesado de abatirle.
Es el abatimiento producido por la presciencia de que «los pequeños fuegos bajo las pequeñas ollas» ronronearían de nuevo al desaparecer él. Que Francia ya no volvería a encontrar en bastante tiempo un lugar respetable en el concierto de las naciones, que se acurrucaría bajo su pasado. El ya no podía hacer nada por ella. Su organismo le cerraba toda esperanza. Había llegado el tiempo de poner orden en sus propios asuntos, y de entregarse, naipes en mano, a este apaciguador de nervios que se llama «hacer solitarios».
En octubre de 1970, por vez primera, el general habla de dolores dorsales difusos, sin duda debidos a fenómenos de desgaste de las vértebras por la dilatación aneurismática. Al crepúsculo del 9 de noviembre de 1970, uno de los aneurismas de la aorta, probablemente situado en las proximidades del pericardio, estalla. La hemorragia fulmina a Charles de Gaulle.
Este óbito por rotura de un aneurisma disecante ha podido hacer pensar, según la opinión de algunos especialistas, que el general De Gaulle padecía un síndrome de Marfan, enfermedad hereditaria que sufría también el Presidente de los Estados Unidos, Abraham Lincoln. Este síndrome fue descrito por un médico francés, Antonin Marfan, en 1896. Se caracteriza por estatura elevada, tórax en embudo, miembros superiores e inferiores muy largos, ectopia bilateral del cristalino, trastornos endocrinos y aneurisma en la aorta.
Enterraron al general, según sus deseos, cerca de su hija Anne, en Colombey, vestido con su legendario uniforme de general de brigada. Sin ninguna ceremonia oficial. Quiso este final, tal como lo describió Chateaubriand: «Para los hombres pequeños, mausoleos. Para los grandes hombres, una piedra, un nombre».