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Lenin y Stalin: Las enfermedades de los que gobernaron

Una mirada a las patologías sufridas por personalidades como Lenin y Stalin que influyeron en la historia de la humanidad.

Cuando el Presidente Roosevelt murió, su esposa prohibió a los médicos analizar sus restos. En el caso de J. F. Kennedy, ya que hubo asesinato, la ley imponía la obligación de practicarle la autopsia. El clan familiar limitó la exploración de los médicos simplemente a las heridas que mataron al Presidente. No pudieron observar el resto del cerebro, y aún menos estudiar las glándulas suprarrenales, cuya insuficiencia provocó en él la enfermedad de Addison. En Europa Occidental se practica una reserva idéntica: cuando un Grande muere, sus familiares y allegados prohíben casi siempre la autopsia.

Los móviles parecen evidentes. Anticuados tabúes religiosos, malestar ante un acto considerado como una profanación. En determinados casos, los familiares exorcizan así la enfermedad, la refutan en cierto modo. Predomina igualmente la preocupación de proteger la imagen dejada por el Gigante. Es de esta forma como se forjan las leyendas.

Lenin: Paseando por el patio del Kremlin, septiembre dé 1918.

Sin embargo, hasta en la muerte, los jefes de Estado se diferencian del resto de los humanos. Aupados en vida por encima del lote común, imprimiendo su marca a la Historia, le deben a ésta todos los elementos que permiten juzgar su reinado. Los documentos y los secretos políticos, ciertamente, incluso las posibles repercusiones de sus enfermedades. Pero también las circunstancias en las cuales se extinguió su vida.

Las autopsias han facilitado el conocimiento de la anatomía. Con el estudio de las repercusiones internas de las enfermedades, han desarrollado el arte de curar. Son esenciales a la justicia. Frecuentemente, son de gran utilidad para los historiadores. Leiba Bronstein, llamado Trotski, fue uno de los organizadores de la Revolución soviética. Apartado del poder y exiliado tras la muerte de Lenin, dio a entender durante largo tiempo que Stalin, el sucesor, había intentado envenenarle. Tras la desaparición de Stalin, los discípulos de Trotski han dejado entrever que Nikita Kruschev, heredero en potencia, habría precipitado su muerte Dos documentos médicos desmienten estas suposiciones. Los resultados de las autopsias de Lenin y de Stalin se hallan en los archivos.

En el cerebro de Lenin, muerto a los cincuenta y cuatro años, los médicos descubrieron una arteriosclerosis generalizada, con numerosos indicios de calcificación venosa. La circulación sanguínea había dejado de irrigar los dos hemisferios cerebrales, en particular el izquierdo. Allí aparecían Impresas las huellas profundas de cuatro ictus cerebrales. Las arterias de la base del cráneo habían perdido casi toda su elasticidad. Unas placas ateromatosas obstruían la carótida izquierda interna. Se notaban pequeñas cavidades irregulares, socavadas en pleno tejido cerebral, en torno a los vasos escleróticos. Indicaban lo que se designa como un reblandecimiento cerebral (encefalomalacia). El corazón también resultaba afectado. Las arterias coronarias mostraban extensas esclerosis.

El neuropatólogo alemán Otto Vogt estudió el cerebro de Lenin. Observó un número impresionante de células llamadas piramidales, que comparó, por su estructura, con las que se encuentran en los músculos de los atletas avezados en conseguir marcas fuera de lo corriente. En dos ocasiones, Vogt evocó en sus informes el entrenamiento a que el jefe soviético sometió su cerebro, a fin de aumentar sus capacidades intelectuales. Su comprobación refleja la preocupación que animaba a los sabios de la época. Se esforzaban en localizar en el cerebro el centro del genio, como el de las matemáticas. Pero hoy día se admite que los fenómenos del pensamiento, propios del hombre, conciernen al conjunto del cerebro.

A su vez, nueve eminencias médicas procedieron al examen del cuerpo de Stalin. Desde entonces se sabe que el segundo jefe del Estado soviético fue fulminado por un cataclismo orgánico. Detectaron un importante foco hemorrágico, en el interior del hemisferio cerebral Izquierdo. La ruptura de los vasos destruyó zonas Importantes. Provocó perturbaciones irreversibles en la respiración y en la circulación.

Además de la hemorragia cerebral, los médicos observaron una cardiomegalia en el ventrículo Izquierdo. Extensas hemorragias habían invadido el músculo cardíaco y la mucosa gástrica intestinal. La mayor parte de las arterias calcificadas, indicaban que las grasas insaturadas se habían incrustado en la túnica interna de los vasos. Estos procesos eran resultado de una grave hipertensión. Los datos proporcionados por el examen establecían el carácter irrevocable de la enfermedad de Stalin. Los cuidados administrados al paciente no habían podido retrasar el desenlace fatal.

Stalin: Sus planes incluyen la invasión a todos los países vecinos de Rusia, desde Corea hasta Finlandia, y la eventual conquista del mundo.

Estas precisiones permiten, pues, asegurar que Lenin y Stalin fueron víctimas de dolencias naturales, parecidas a las que terminan con la vida de otros muchos seres. Pero la amplitud de los daños comprobados refleja igualmente que estos enfermos arrastraron largo tiempo sus dolencias. Disminuidos físicamente, los dos jefes de Estado no abandonaron por ello el poder, cuando los primeros trastornos serios se manifestaron. Se aferraron hasta el final. Idénticos en esto a todos los poderosos a quienes la prepotencia obnubila. De nuevo en este caso, ¿quién podrá calibrar las consecuencias de la obcecación de los jefes, soportadas por sus ciudadanos?

El 10 de julio de 1918, Vladlmlr llich Ulianov, llamado Lenin, suspira con satisfacción. Por fin ha llegado al poder, es el dueño de uno de los países más grandes y más poblados del mundo. Acaba de promulgar la primera Constitución de su Federación de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Gobierna. Con su Politburó, a la cabeza del Partido Comunista, su joven Ejército Rojo y, en la sombra, La Checa, su Policía. Dentro de seis días, en Sverdlovsk, la antigua Ekaterimburg que domina las minas del Ural, un soviet local fusilará el ex zar Nicolás II y a su familia, encarcelados desde hace un año. El final del último representante de los potentados que reinaron sobre el Imperio desde Iván el Terrible sellará el nacimiento de la Nueva Rusia.

No se trata más que de una etapa, en su espíritu. Ambicionaba algo mucho más grande. Una conmoción universal. La Tierra renovada, sin fronteras ni barreras sociales. Donde cada cual, según san Marx, trabajará de acuerdo con sus capacidades, y comerá hasta saciar su hambre. Pero de momento se autoriza esta pausa de espera. Acaba de llevar a cabo veintiocho años de constantes esfuerzos. Decididamente, el hombre es una máquina maravillosa, que se fija una meta y lo soporta todo. La fatiga, los viajes, los golpes, el presidio, el exilio. El miedo y el hambre. Nada lo detiene.

¿La prueba? Desde hace un año, él, Lenin, lleva dos balas incrustadas en alguna parte de su carne, por la región del hombro y del brazo. Es una mujer quien disparó sobre él, al terminar un mitin en la fábrica «Mikelson», en las puertas de Moscú: Fanya Kaplan, una militante del Partido social revolucionarlo. Unos extremistas, a quienes no quedará otro remedio, próximamente, que cortarles las alas. Los médicos le han auscultado. No han querido intervenirle Inmediatamente, pretextando que estaba demasiado agotado y que su organismo debía recobrarse. También es verdad que carecen de medios adecuados, de remedios eficaces. Se muere con demasiada facilidad en Rusia. Los microbios pululan, las Infecciones se multiplican. También en este aspecto será preciso desarrollar la ciencia.

¿Acaso existe un solo terreno donde no conozca Rusia la indigencia, la penuria? Los zares la han arruinado, destrozado, deshecho. No se notaba mucho en San Petersburgo, en Moscú, por los alrededores de sus palacios. Pero saltaba a la vista en los campos. En la misma Rusia, y en las lejanas provincias no rusas de sus fronteras. ¿No ha sido precisamente la miseria en la que se estancaban las masas la que ha facilitado su tarea de agitador, durante esos veintiocho años? Tan sólo ha visto miseria desde que abandonó Simbirsk, su ciudad natal, en las riberas del Volga Central.

El padre, Ulianov, inspector de escuela, un hidalgüelo, no lograba comprender por qué sus hijos, uno tras otro, engrosaban las filas de los que él llamaba los facciosos. Resistía a los vientos que arrastraban las ideas socialistas del Oeste desde hacía cincuenta años. Sin embargo, otro elemento es el que decidió a Vladimir llich para abandonar sus estudios de Derecho e ingresar en la sedición: la muerte de su hermano mayor, ahorcado por los comisarios del zar Alejandro III, padre del que morirá fusilado en Sverdlovsk, el 16 de julio. Ha recorrido mucho camino desde que ha adoptado el sobrenombre de Lenin, «hombre del Lena», sobre los ribazos de este río, en Siberia, donde fue deportado porque lo sorprendieron iniciándose en las triquiñuelas de la revolución.

Primero desde la base. Con aquellos a quienes convencía para que hiciesen la huelga en los talleres y a los que arrastraba a cometer atentados contra los sicarios del zarismo. Después, en el seno de las organizaciones revolucionarlas. A continuación, en sus estados mayores. Una competición dura. Abundaban los cabecillas. Se enfrentaban cien tendencias. Sin olvidar a los jefes de banda, que saqueaban por cuenta propia. Para imponerse, además de su fe, Lenin ha dispuesto de un don: el carísima, dirían los teólogos.

Sin talento oratorio, limitándose a entrar inmediatamente en el tema, claro con intensidad, nunca dejó indiferente a un auditorio. Tanto si era en reuniones públicas con las multitudes como en los congresos en la clandestinidad. Comunica a los demás su voluntad. Algunos aseguran que lo logra mediante un efecto hipnótico; su mirada taladra y fulgura.

En el mes de julio de 1918, está en el pináculo. No del todo solo. Sin la ayuda de Trotski, no habría podido, el año precedente, derribar a los liberales y a los príncipes sublevados que obligaron a Nicolás II a abdicar. Ellos también querían reinar. En cierta manera, la revolución obrera y campesina ha dejado que la revolución burguesa les sacase las castañas del fuego. Esta última poseía los medios: los restos del Ejército zarista. Tan sólo quedaba engañarles. La relación de fuerzas se volcó con el apoyo de Trotski, de sus fieles, Kamenev y Zinoviev, escuchados en las fábricas. Por tanto, la dictadura del proletariado ha sido fundada con él. Pero Trotski ha exigido el cargo de comisario de Guerra. Lo cual, a su vez, requiere que se vigile: el Ejército Rojo, en cierto modo, es un poco él mismo.

Sin duda, Lenin no se equivoca al preguntarse, a propósito de las ambiciones eventuales que pudiera albergar su compañero en la revolución. Sin embargo, no es en política donde nacen sus disgustos serios.

En el momento en que saborea, por fin, los primeros frutos de su largo compromiso, a los cuarenta y ocho años, una edad en la cual todo hombre cree aún disponer de toda una vida ante sí, su organismo se quebranta.

Su palidez, sus ojeras, su lasitud no escapan a quienes lo rodean. Cuando entran en su despacho, sus secretarias le sorprenden postrado frecuentemente. Cuando se dirige a su apartamento, por la noche, el responsable de la guardia en el Kremlin, que se cruza con él a menudo por los pasillos, lo ve titubear, recobrar el aliento apoyándose en un mueble. Nadeida Krupskaia, su mujer, una noble convertida en militante del Partido, con quien se casó hace ya veinte años, confirma que, en aquel verano de 1918, ya no escribe nada y apenas duerme por la noche. «He conservado una foto de él —dice su esposa—, tomada en agosto. Tiene aspecto de estar sufriendo una enfermedad cruel» (1).

Sin duda Lenin no se equivoca al preguntarse a propósito de las ambiciones que pudiera albergar su compañero de revolución.

Ella conoce el trastorno que le aqueja. En el transcurso de las largas luchas escisionistas que llevó en la sombra, en el período de la emigración y principalmente en Suiza, ella vio ya a Lenin ceder a debilitamientos de esta índole. Menos acentuados, sin embargo. Los médicos confirmaron que se trataba de hipertensión arterial.

Desde hace mucho tiempo, los investigadores se afanan en descubrir las razones por las cuales la presión sanguínea se eleva en las arterias. Han descubierto algunos factores que facilitan su instauración: la vida agitada, el tabaco, la sal, las grasas. Logran también tratarla, casi correctamente. Si bien comentan con regularidad su convencimiento en este terreno, no han logrado aclarar totalmente los secretos de la excesiva resistencia que oponen, a veces, las arterias periféricas al flujo normal de la sangre. La complejidad de los fenómenos circulatorios justifica estos avances a ciegas: con la diabetes, el tabaco, la obesidad, la vida sedentaria y las modificaciones de la colesterolemia, la hipertensión favorece la arteriosclerosis, verdadera plaga que deteriora los vasos; es probable que sea igualmente una consecuencia de esta arteriosclerosis.

Lenin: Se sabe doblemente expuesto: primero, en su cuerpo y iuego, en su cargo.

Diagnosticada pronto en Lenin, esta hipertensión ya ha contribuido, pues, ampliamente a desarrollar el endurecimiento de las arterias. Recubiertas interiormente con depósitos ateromatosos, lo cual disminuye su diámetro interno, estos vasos deteriorados amenazan directamente la vida. ¿Los obstruye un coágulo? Se trata de una trombosis. ¿Flotan unos coágulos en el torrente y se fijan no importa dónde? Es una embolia. Cuando disminuye el aporte de sangre, los órganos sólo reciben una cantidad mínima de oxígeno. Envejecen demasiado rápido. Por último, si estos vasos lesionados se distienden, se perforan y aparece una hemorragia interna. Los blancos privilegiados para estos accidentes abundan: ojo, oído, cerebro, corazón, aorta, riñones, intestinos. Incluso las arterias de las extremidades inferiores.

La medicina rusa de aquellos tiempos contaba con escasos medios para afrontar estos peligros. Por esta razón, Lenin se sabe doblemente expuesto. Primero, en su cuerpo. Y luego, en su cargo. Apenas acaban de Investirle con el poder supremo. Si su vulnerabilidad se divulga demasiado pronto, inmediatamente las apetencias de poder se acrecentarán entre los suyos. No se abandonará más que en privado, al amparo de toda mirada. Ante un auditorio, en las reuniones de gobierno, oculta sus dolencias bajo un aparente buen humor. Logra dar la ilusión de una soberanía a la que nada hace vacilar.

Los acontecimientos le ayudan. Algunos ex generales zaristas han sublevado unas tropas y atacan al nuevo régimen. Son auxiliadas por cuerpos expedicionarios extranjeros, polacos, franceses e ingleses. He aquí a Trotsky ocupado y haciéndoles frente, en todas partes, con el joven Ejército Rojo. Será sacudido, sometido a duras pruebas, pero jamás vencido. Gracias a la eficacia del ejército revolucionarlo, la Federación de Repúblicas Socialistas Soviéticas sale fortalecida de la prueba, en 1920. Pero en Lenin, las esperanzas de una conquista mundial en nombre de su Ideología, parecen haber desaparecido. Ante la evidencia, ha comprendido que previamente es preciso constituir en Rusia un Estado fuerte, lo cual no es asunto de poca monta. Pero, ¿quién podría jurar que los trastornos insidiosos que minan su cuerpo no desempeñan también un papel?

Si bien dispone de los medios para controlar las pasiones y las apetencias de los hombres a su alrededor, no puede hacer nada contra sus dolencias. Que se acrecientan. Unos microgolpes de sangre, conocidos ahora con el nombre de enfermedad de Álvarez, comienzan a alcanzar su cerebro. Unas pequeñas hemorragias afectan a las arteriolas contribuyendo a la irrigación de este órgano. Cada vez, las defensas orgánicas intervienen: los agentes coagulantes sanguíneos forman un minicoágulo suficiente para detener el derrame. De este modo, los daños quedan limitados. Pero existen. Y fatigan a Lenin.

Se reconoce enfermo en público, por vez primera, en el VIII Congreso del Soviet Supremo, el 30 de diciembre de 1920. El programa prevé que sólo hablará en el momento precedente a la clausura, después del informador y de los eventuales contradictores. Pero se siente tan indispuesto que solicita hablar él primero, excusándose ante la asistencia: «Es lamentable, pero me encuentro muy mal, y no puedo hacer otra cosa». Dos días más tarde, parte a descansar a Nijni-Novgorod, en la confluencia del Volga y del Oká, rebautizado Gorki en honor del gran escritor que nació en esta ciudad.

Se imponía una decisión en el aspecto médico. Fue posible en el plano político, por la autoridad creciente que manifiesta un fiel de Lenin, con el asentimiento de éste: José Stalin. Acaba de ser nombrado Comisario del pueblo en el Departamento de Minorías nacionales y, además, Secretarlo General del Partido Comunista. Lenin puede descansar con Stalin en el ruedo.

Tiene nueve años menos que él: cuarenta y un años, en 1920. Procede de Gori, en Georgia, una región caucasiana, fronteriza entre el Caspio y el mar Negro. Su madre, Ekaterina, ha lavado, cosido y cocinado en casas ajenas. El padre, Vlssarión Dugashvili, remendaba las botas de los pobres. La emprendía a golpes con su mujer, con su hijo, hasta el punto de que éste lo repudió, antes de que su progenitor sucumbiera bajo la hoja de un cuchillo en una pelea de borrachos. En aquella fecha, a los diez años de edad, José Vissarlonovlch Dugashvili fue atropellado por un carruaje. Tras diez días en coma y una toxemia, a causa de las heridas mal limpiadas, Stalin ha conservado la huella del accidente en la rigidez que inmoviliza su codo Izquierdo.

Su madre le hizo ingresar en un seminario, en Tiflis, elevando plegarias para que llegase a ser un pope ortodoxo. ¿No eran personajes ricos, influyentes y poderosos? Abandonó el hábito a los veinte años, para ingresar en las filas de la Revolución. Un agitador dotado, un propagandista de choque. Lenin le conoció por vez primera en 1905, en Tammerfors, en Finlandia, que por entonces era un principado zarista. Se le consideraba ya como la mejor autoridad en materia de marxismo, su elemento (1). Primero se había apodado Koba, héroe de una novela caucasiana. Finalmente optó por Stalin, «hombre de acero», a causa de la consonancia. El nombre resuena como el de Lenin, con quien desde hacía mucho tiempo se había Identificado José Dugashvili.

Halagado, el jefe del joven Estado soviético no Ignora que en el Kremlin se dice que Stalin se ha convertido en su «pie izquierdo». Desde su retorno del exilio en Suiza, en 1917, ha encargado al georgiano la protección de su retaguardia. Stalin acababa de soportar cuatro años de presidio en Siberia. Si no destaca en la saga bolchevique como orador o panfletario, resalta en cambio, por su capacidad de trabajo, su espíritu práctico, su notable prudencia. Acaba de organizar el Partido, que domina, y ha terminado su aprendizaje de hombre político de primer plano.

Tras un mes de relajamiento, Lenin estima que ha recuperado suficientemente sus fuerzas para escapar a sus médicos y regresar a Moscú. Allí se encuentra con una situación difícil. El campesino ruso se desvía, en efecto, del régimen. Las requisas agrícolas, duramente llevadas por Trotsky quien siempre despreció a la gleba, despiertan una fuerte oposición. Latente en un principio, sólo se manifiesta por escaramuzas dispersas contra el Ejército Rojo. Y adquiere cuerpo. Graves rebeliones estallan en el centro del país, a lo largo del Volga y en Siberia Occidental. Trotsky las reprime con salvajismo. A su vez, los marinos se sublevan en Kronstadt, al fondo del golfo de Finlandia. Esta vez, el Gobierno se asusta. Y Lenin debe revisar su política, apoyado en esto por Stalin: se trata de aliviar la presión campesina, ocuparse más del destino económico del pueblo ruso, renunciar a este comunismo de guerra que tanto gusta a Trotsky y lanzar la libertad comercial.

El esfuerzo le agota. Ha vuelto la fatiga nerviosa, así como el insomnio. Y los resbalones, en el mecanismo del pensamiento. La hipertensión ya no le deja. Se enfurece contra lo que llama «las traiciones de su armazón». Una vez más, se ve obligado a abandonar el timón para irse a Gorki, su refugio. El 15 de diciembre de 1921, Molotov, viejo amigo de Stalin al que éste hizo entrar, en calidad de secretario, en el Comité Central del Partido, recibe una breve nota del jefe de Estado claudicante en sus fuerzas: «Ruego prolongar mis vacaciones de quince días, conforme a la decisión de los médicos».

Mientras, la media vuelta política de Lenin, que irrita tanto a los trotskistas en el interior del país, ha sido acogida con alivio en el exterior. La han interpretado como un abandono del expansionismo revolucionario. Y David Lloyd George, en nombre de Inglaterra, invita a la URSS a participar en la conferencia de Génova, prevista para abril de 1922. Se discutirá en ella la reconstrucción económica de Europa. La oferta es inesperada. El collar de hierro del bloqueo que mantienen los occidentales en torno al joven Estado ruso, debería saltar. «La participación personal del señor Lenin facilitaría el diálogo», ha hecho saber el Primer Ministro británico.

Lenin anuncia al pueblo la buena noticia, el 6 de marzo, con ocasión del congreso de los Sindicatos de la metalurgia. «Iré a Génova—dice—. Espero que la enfermedad que me impide desde hace algunos meses tomar mi parte activa en los asuntos políticos, y no me permite del todo cumplir con las funciones gubernamentales que me han sido confiadas, no se opondrá».

Unos días más tarde los médicos juzgan su salud tan precaria que le prohíben toda clase de trabajo intelectual. Solamente le autorizan a hacer una breve aparición en el XI Congreso del Partido, el 27 de marzo. Ya no es cuestión de que vaya a Génova. No puede ni siquiera hacerse representar por Stalin, puesto que éste debe reemplazarle en el Kremlin, a fin de asegurar los asuntos corrientes del país. La repercusión en la política por los trastornos que afectan al jefe de este Estado, de poder centralizado, compromete la plena expansión del régimen.

Los inexpertos delegados soviéticos finalmente elegidos para acudir a Génova no convencerán a los occidentales para que levanten, de entrada, la cuarentena que coarta a la URSS. En este mes de abril de 1922, Lenin ha tenido que aceptar otra cita: la de los cirujanos, que van a intentar extraerle las balas que tiene alojadas desde 1917. No extraen más que una de ellas. El estado del jefe ruso no permite que la intervención sea prolongada.

Padece violentos dolores en el cráneo, ya no puede dormir. Vomita. Unos dolores difusos se propagan por su abdomen. Por momentos, pierde el uso de la palabra. El profesor Vórster, el especialista alemán que dirige el equipo médico del jefe de Estado soviético, presiente que está cercano el tiempo de los serios apuros. Acompaña a Lenin a Gorki, para poderle vigilar.

Sabia precaución. El 26 de mayo de 1922, un ictus cerebral sumerge a su paciente en el coma. La trombosis ha sido producida por un coágulo que ha obstruido una arteria. El pellizcamiento de la piel y los pinchazos indican que el cuerpo conserva algunas reacciones. Es una hemiplejía. La parálisis alcanza el lado derecho. Lo que demuestra que el vaso afectado está situado en el hemisferio cerebral izquierdo. Pronóstico siempre más grave, ya que el hemisferio alberga los centros nerviosos del habla. Un examen demuestra que Lenin podrá recuperarse.

En julio, el jefe de Estado ha recobrado parcialmente sus facultades. Vórster le autoriza recibir algunas visitas, pero prohíbe que se le hable de política. Ante esta palabra, Lenin se agita demasiado. En octubre, se siente capaz de regresar a Moscú. Debe observar un régimen alimentario estricto, no trabajar más de cinco horas por día y descansar dos días completos por semana.

¿Puede construirse un país haciendo semana inglesa? ¿Escatimando esfuerzos al estilo de los boyardos? Lenin reemprende su carrera hacia la prepotencia, su maratón de dirigente. Prepara el IV Congreso de la Internacional Socialista, previsto para noviembre, en el transcurso del cual presentará el balance de los cinco años de la Revolución rusa. Su discurso, pronunciado en alemán, en atención a los delegados extranjeros, dura una hora. Pero va a pagar el frenético llamamiento que de nuevo lo ha impulsado a encargarse de los asuntos de Estado. El 12 de diciembre se derrumba sobre su mesa de trabajo. Los médicos acuden precipitadamente. Un segundo ataque.

Como la primera, esta segunda trombosis se ha producido en el hemisferio cerebral Izquierdo. La parálisis no parece más extensa que la precedente, en mayo. Pero esta vez no se recuperará. Lenin quedará paralítico, confinado en cama o en un sillón. Tampoco podrá escribir. Sin embargo, recuperará el uso de la palabra, con elocución muy pastosa, muy difícil de entender, pero suficiente para que pueda dictar. Y de esta manera es como piensa continuar gobernando, a través de secretarias, porque no quiere renunciar, retirarse. Es para estremecerse. ¿Qué pueden valer los pensamientos, las decisiones de un hombre tan duramente afectado?

La frialdad que le manifiesta a Stalin se inicia precisamente en este momento. ¿Se siente celoso de la salud que demuestra poseer el que fue su «pie izquierdo»? Los seres disminuidos reaccionan con frecuencia de este modo hacia los que le rodean. ¿Presiente que su segundo prepara ya la sucesión? De hecho, Stalin dispone ahora de un poder temible. ¿Padece al notar que «su» revolución se desliza hacia otras manos? Stalin ha demostrado, efectivamente, un gran arte para la intriga, manipulando los hombres, distribuyendo los favores, con el propósito de crear un aparato político personal en el seno del Partido. Finalmente, Lenin ¿no ha escuchado demasiado, en esta época, a los adversarios del georgiano en el Politburó? En enero de 1923, redacta una nota en la que transpira su desconfianza hacia Stalin. Parece que no está convencido de que este camarada pueda usar siempre el poder con discernimiento. La brutalidad que ha demostrado en diversas ocasiones le inquieta —dice—. Considera su deber reflexionar sobre los medios de desplazarse de su puesto.

Lenin: La hipertensión ya no lo deja. Se enfurece contra lo que llama "las traiciones de su armazón".

Sus arterias no se lo permitirán. El 9de marzo, un tercer ataque le priva esta vez de la palabra. Se ha quedado mudo, roto. El 15 de mayo, letras la dan a Gorki donde llevará, inconsciente, una existencia puramente vegetativa. Una ruina.

Las ambiciones se agudizan en el Politburó. Trotski brinca de impaciencia. Zinoviev y Kamenev le seguirían de buena gana. De nuevo, se habla de expansión internacionalista, de conquista del mundo. Esos «puros» del Partido aseguran, abiertamente, que el régimen se desliza demasiado hacia la derecha. Y Stalin comprende que pronto deberá luchar para defender su concepción estratégica. Los que él considera unos neuróticos de la rebelión solamente piensan, en su opinión, en prenderle fuego a la Tierra, sin tardanza. Si también piensa él en este brasero, previamente quiere constituir una Rusia grande y fuerte. No dejará comprometer la obra que él ha iniciado. A Kamenev, quien le pregunta un día cuál es, para él, la cumbre del placer, le lanza una clara advertencia: «Para mí, consiste en acechar a un enemigo, a prepararlo todo, a vengarme e irme adormir».

Lenin vegeta durante ocho meses, y cede a su cuarto ataque, a los cincuenta y cuatro años, el 21 de enero de 1924. Aunque esperado, este final sobrecoge, sin embargo, a la población. La aflicción que se apodera de ella lo demuestra. Por todas partes se organizan ceremonias espontáneas. Conducido a

Moscú, el cuerpo es expuesto en la Sala de las Columnas, en la Casa de los Sindicatos. El frío intenso cubre de escarcha la ciudad. La gente, por centenares de miles, desfila ante el féretro. La histeria retuerce, en el suelo, a muchos afligidos.

Lenin: Pronunciando un discurso ante las tropas de Vsievobuch en la Plaza Roja de Moscú, mayo 25 de 1919.

Sin tener en cuenta las objeciones de Nadeida Krupskaia, la viuda, Stalin ha ordenado embalsamar los restos de Lenin y, para acogerlos, manda levantar un mausoleo ante los muros del Kremlin. Primero de madera, reemplazado por granito en 1929. La deificación irrita a los ultrarrevolucionarios, con Trotski a la cabeza. Pero, más próximo al pueblo que ellos, Stalin ha sentido que éste aprobaría la decisión. Muerto, Lenin continuará sirviendo a Rusia. Sin duda no ha obtenido plenamente el éxito en sus propósitos. El desgaste precipitado de su organismo ha saboteado sus ambiciones. Obligado a moderar sus teorías en sus aplicaciones, sin embargo les ha dado a los míseros la esperanza. Que acaba por encarnar a sus ojos. Ahora bien, no se entierra la esperanza. No se la deja disgregarse.

El 21 de diciembre de 1952, en Estados Unidos, al haber sido elegido Presidente, el general Dwlght Elsenhower festeja su triunfo. Un expediente quemante le espera en la Casa Blanca: la guerra de Corea, que se está propagando. China y América se enfrentan en ella. Es preciso interrumpirla antes de que se extienda al resto del mundo. En Londres, los electores han vuelto a llamar al poder a Winston Churchill: setenta y siete años. Muy envejecido, el león no está ya en plena posesión de sus facultades mentales. En Moscú, aquel mismo día, Stalin celebra su setenta y tres cumpleaños.

Al verle, se buscaría en vano al coloso campechano que, sin embargo, han inmortalizado con obstinación los pintores oficiales sobre sus lienzos. Ya no muy alto, un metro sesenta y cinco, parece más achaparrado desde que la gordura le desborda. El vientre sobresale, la nuca muestra pliegues. Los pantalones le cuelgan en acordeón; se abandona bastante en su aspecto personal. Marcado por la viruela desde su juventud, el rostro se le ha marchitado. Unas placas rojas lo jalonan, consecuencia de la deficiente circulación sanguínea.

A su hija Svetlana, quien ha venido a felicitarle al Kremlin, le explica lo mucho que le cuesta seguir la última prescripción de sus médicos. Se empeñaron en hacerle adelgazar, sin gran éxito, ya que trampeó con sus regímenes. Le prohíben ahora que fume. No sólo cigarrillos, sino también la pipa. Siempre lleva una en un bolsillo, por costumbre, y, a veces, la chupa vacía. Pero cesa pronto. Un destello amarillo se refleja en su mirada: la irritación.

Al igual que todos los escasos visitantes que aún recibe, Svetlana encuentra que tiene mal aspecto. No le habla de ello: este tema es tabú. Lo escribirá más tarde. Permanece a su lado muy poco tiempo. ¿Cómo podría mantener relaciones afectuosas? Ya no responde él a la ternura. Cuando ella era niña, él se complacía en llamarla «gorrión», «tortolita». A medida que crecía, se fue alejando de ella.

Stalin no ha tenido calor familiar. Sólo, a veces, simulacros de hogar. ¿Tres hijos? Tres extranjeros. A los ojos del dueño del Kremlin, Vassili, el hermano de Svetlana, un general de Aviación, no es más que un fracasado alcohólico, a quien ya no recibe. Estos dos descendientes los tuvo con Nadesda Aliluieva, su segunda esposa, quien se suicidó. Yakov, el hijo mayor, era de su primera esposa. El fruto seco del único amor que parece haber experimentado Stalin. El georgiano se había casado con Ekaterina Svanidze en 1902 en Tiflis. Yakov nació seis años más tarde. Pero Ekaterina se repuso mal del parto, y murió algunos meses después. Algunos conocieron lo mucho que sufrió (1). Ante el ataúd, con la mano sobre el corazón murmuró: «Todo está tan desolado ahí dentro, tan indeciblemente vacío». De hecho, desde aquella fecha, nadie le volvió a ver abierto a los sentimientos. Yakov murió durante la Segunda Guerra Mundial, en Alemania, en un campo de prisioneros. Stalin no levantó ni el dedo meñique para impedir este fin.

Este ser privado de fibras emotivas, que hasta segó sus propias raíces, ha aterrorizado a muchos hombres, en el plano moral, incluso a los Grandes. Por ejemplo, al general De Gaulle, que así lo confió al cronista Raymond Tournoux. En el transcurso de los años que siguieron a la desaparición de Lenin, nació y se extendió bajo sus botas un gran imperio de terror en la Unión Soviética. Artimañas, presiones, avasallamientos, prisión, campos de trabajo, verdugos. ¿Cuántos sacrificados? Nadie lo sabe. Además, ¿qué significaría el número? Aun cuando sólo hubiese habido una víctima, la moral no se acomodaría a aceptarla. Nadie tiene el derecho de matar, de hacer matar. Ni un solo jefe de Estado, a este propósito, puede pretender a la absoluta blancura virginal del alma.

Por su dimensión histórica, Stalin ha fascinado, igualmente. Y, entre otros, de nuevo el general De Gaulle, muy atento decididamente a los rumores soviéticos. «A la vez Iván el Terrible y Pedro el Grande», decía de él el Presidente francés. Hubo pocos zares constructores. Como ellos, Stalin ha edificado los embalses, las fábricas con sus pirámides. Cierto es que no dejará en herencia una sociedad económicamente desarrollada, parecida a la europea o a la americana. Sin embargo, en la cesta, los sucesores recibirán un Estado fuerte, la segunda potencia industrial del mundo.

Aunque tenga setenta y tres años, ¿puede gozar plenamente de la gloria en diciembre de 1952? Exceptuando sus habituales comensales políticos que vienen a recibir órdenes y a halagarle, con frecuencia siempre los mismos, Beria, Molotov, Malenkov, Kruschev, Bulganin, nadie frecuenta ya sus cuarteles privados, cerca de Ussovo. Porque es ahí donde vive, con Moscú a un paseo en coche, y no en el Kremlin, donde no acude más que durante el día, donde sin embargo brilla siempre la luz en la ventana de la habitación que supuestamente ocupa, para trabajar hasta tarde por la noche. Pero ya no da más fiestas en esta vasta dacha, adquirida en 1919. Duerme a menudo completamente vestido, sobre la estrecha cama del reducto monacal donde nadie entra. Ni siquiera los guardias, cuyo número ha sido decuplicado en todas partes. Stalin ya no soporta más las multitudes ni las asistencias reducidas. Una neurosis terrible le corroe: la fobia a los hombres.

El mal es reciente. Hace ya tres años que Rusia arquea el lomo y tiembla. La Seguridad del Estado reacciona al menor estremecimiento de las cejas de su amo, en el Kremlin. Los médicos que le visitan, no sin temor, conocen la clave del trastorno. Una grave arteriosclerosis le mina. Y las repercusiones cerebrales de los trastornos vasculares ejercen también su maléfica influencia en su mente. Así se liberan los Impulsos, inconscientes por definición. Así se despiertan los demonios familiares de la época de los años 30: las purgas sangrientas.

Existe un secreto rigurosamente velado: Stalin está a merced de una embolia en cualquier momento. El lo sabe desde 1945. Hasta aquella fecha, no ha tenido absolutamente en cuenta las advertencias médicas. ¿Le aconsejaban frugalidad? Replicaba con excesos pantagruélicos en la mesa. ¿Mencionaban el reposo? Multiplicaba el trabajo, hasta el punto de perturbar sus ritmos biológicos, invirtiendo el día y la noche. Cuando alguna de estas enfermedades benignas que afectan a todos los seres le alcanzaba, tiraba ostensiblemente todos los remedios recetados y se cuidaba personalmente, al estilo campesino: unas gotas de tintura de yodo en un poco de agua. Tanto vale decir los polvos de la madre Celestina. Nada.

Fue a su regreso de la conferencia en la cumbre con Roosevelt y Churchill, en Yalta, cuando su robusta constitución georgiana cedió. Sin embargo, no se había fatigado mucho intelectualmente con ocasión de aquella contienda entre tres en Crimea. Roosevelt, moribundo, incapaz de defenderse, aceptó la mayor parte de sus exigencias. Churchill admitió implícitamente que la Gran Bretaña ya no pesaba nada. Pero se celebraron ágapes y grandes festines, y el peso de las imprudencias pasadas, acumuladas. Las consecuencias comenzaron con dolores de cabeza, náuseas, vómitos, acufenos y ligeros vértigos. Algunos días más tarde, la cosa fue más serla. Un dolor Intenso alrededor del tórax le ahogaba como en un torno. Y bocanadas de angustia. En la auscultación, el profesor Miasnikov, uno de los célebres cardiólogos mundiales, no notó nada anormal. Pero al tomarle la tensión halla la clave. Un síntoma frecuente: el brusco descenso de la presión sanguínea. Un electrocardiograma confirma el diagnóstico. Sin embargo, no fue cuidado fácilmente. La medicina rusa, por entonces, no conocía los anticoagulantes eficaces. Desde aquel accidente, Stalin debe vigilarse, no olvidar nunca los sedantes.

El segundo infarto, tan poco extenso como el primero, no fue, al igual que éste, conocido más que por los médicos rusos. Las secuelas del tercero, también suave, no escaparon, sin embargo, a los oídos aguzados de los Gobiernos americano e inglés, en julio de 1945. Tres infartos cardíacos, en cinco meses, marcan a un hombre, por robusto que sea. La guerra acababa de llegar a su término en Europa, y llegaba también hacia su final en Extremo Oriente. El Presidente Truman reemplazaba a Roosevelt, desaparecido. La derrota de Alemania requería decisiones, la ocupación y el control de su territorio, el castigo de los criminales de guerra, la puesta en pie de un Gobierno provisional. Quedaban también por establecer las nuevas fronteras de Polonia. Se imponía, pues, otra conferencia en la cumbre. Tendría lugar en Potsdam, la antigua residencia veraniega del Kronprlnz, en Prusia, suntuosamente decorada y adornada con flores por el Ejército Rojo, para la circunstancia. Debía comenzar el 17 de julio, y prolongarse hasta el 2 de agosto. Stalin llegó más tarde de lo previsto, con uniforme de gala, dobles franjas claras sobre pantalón azul noche y hombreras de oro sobre chaqueta blanca. Su tez amarilla y este retraso insólito, intrigaron a Truman y Churchill. Stalin se limitó a señalar con un dedo su propio corazón haciendo una mueca. Comprendieron: sus Memorias lo atestiguan.

Un retorno singular de las cosas, pero desde una perspectiva inversa. En febrero de 1945, en Yalta, un Stalin todavía intacto, en apariencia, dejaba maltrecho a un Roosevelt transparente, ante los ojos de Churchill, furioso por verse reducido al papel de comparsa. Ciento cincuenta días más tarde, ante un Churchill encogido y achaparrado, que parecía haberse ya conformado a no contar para nada, Stalin, brutalmente disminuido, escatimando los menores esfuerzos, era sometido, a su vez, al ritmo del asalto que conducía Harry Truman, un retador dinámico, de fría mirada, sorprendido al no hallar una verdadera resistencia. Se opusieron dificultades por menudencias; lógicamente, para guardar las apariencias.

Truman traía una gran noticia, que motivaba la confianza en sí mismo que le caracterizaba. Esperó siete días. El 24, se limitó a anunciar que «los Estados Unidos disponían por fin de una arma suprema». Acababa de ser experimentada con éxito en Alamogordo, en el desierto de Nuevo México. Las posibilidades que abría parecían fantásticas. Se trataba de la bomba atómica. Un segundo artefacto navegaba por el Pacífico, en los pañoles del crucero Indianápolis, con destino a la Isla de Tixnian. Unos bombarderos lo lanzarían sobre Hiroshima, el 6 de agosto. Los americanos montaban una tercera bomba destinada a Nagasaki, tres días más tarde. ¿Esperaba el Presidente americano una reacción particular? Stalin no demostró la menor excitación, al desear que se hiciera «buen uso de esta arma, contra los japoneses» (1).

Los comentaristas políticos han atribuido el desinterés manifestado por el jefe de Estado soviético a su conocimiento del secreto americano, gracias a sus espías. Los médicos explican igualmente que un arterioscleroso, al no Ignorar nada sobre la gravedad de su caso, se repliega en sí mismo. Ya no se preocupa más que por la evolución del tiempo de coagulación de su sangre, o por la aparición en esta misma sangre de los fermentos que revelarían la Instalación de un nuevo infarto de miocardio. Ahora bien, desde principios del verano de 1945, el repliegue de Stalin no escapó a nadie, en el Kremlin. De esta retirada en sí mismo, resultaría la furiosa implosión que iban a liberar sus terribles impulsos.

Stalin sufría un complejo de Inferioridad tras su máscara de mal talante.

¿Cuáles fueron los primeros síntomas? Primero, la fusión de su sentido crítico. Sufría de un complejo fundamental de inferioridad, bajo la máscara de sus compensaciones. Sus compañeros de juventud, en los tiempos de la agitación política en Georgia, lo atestiguan: «Koba —decían— nunca supo aceptar una broma» (2). En 1920, fue el único miembro del Politburó al que Boris Efimov, caricaturista de Pravda, no se atrevió a «bocetar», cuando no guardaba la menor contemplación con Trotski ni con Lenin. En 1945, en Yalta, se sintió viejo cuando Roosevelt le dijo que lo apodaba «Tío Joe», igual que Churchill. A partir del primero de julio de 1945, la risa y la sátira se convierten en crimen de lesa majestad en el Kremlin.

La segunda indicación de la alteración de las facultades intelectuales de Stalin se refiere a su actitud hacia la ciencia, especialmente la Medicina. Toma conciencia de ésta, desde sus síntomas cardíacos, y sabe que se halla a merced del desfallecimiento de una arteriola. Por rechazo, el destino de Rusia depende también de estos frágiles vasos. Su vulnerabilidad acarrea su sujeción a los que le cuidan, que de este modo se convienen en más poderosos que él. En correspondencia, dedica al conjunto del cuerpo médico un odio que va creciendo cada vez más.

Ya con anterioridad, se complacía en ofender a los verdaderos científicos, favoreciendo a los charlatanes. Así, por ejemplo, a Trofim Lissenko, un agrónomo quien preconiza una teoría genética, escandalosa para los científicos: los caracteres adquiridos, explica, se transmiten por herencia, lo mismo que los innatos. A pesar de la herejía, quizá porque la hay, Trofim Lissenko recibe el premio Stalin y ocupa un escaño como diputado en el Soviet Supremo. ¿Y Alexandr Bogomoletz? Otro relapso, esta vez en Biología. En Kiev donde desde hace mucho tiempo se descarría en opinión de la ciencia, asegura haber descubierto el modo de vencer la senectud, concediendo ciento cuarenta años de vida a todos los seres. Recibe créditos ilimitados para que pueda experimentar su elíxir, a base de médula ósea animal, es decir tuétano. El propio Stalin lo empleará. Rusia opina que tiene en él al más grande de los sabios desde Iván Pávlov, ya deificado, premio Nobel de Medicina, en 1904, por sus descubrimientos sobre los reflejos condicionados en el perro. El mito Bogomoletz se hunde por el escotillón a partir de 1946, puesto que este Fausto eslavo, a pesar de bañarse en su elíxir de juventud, fallece a la edad de sesenta y cinco años. Pero subsiste. Es verdadero sólo en la creencia de Stalin.

¿Qué le sucede a la marcha del Estado mientras su guía anda extraviado? También se petrifica, sobre las vías, sin embargo engrasadas, de los planes quinquenales. Nada progresa a partir de esta fecha. El bloqueo salta a la vista, en 1949, entrada irreprimible de Rusia en la segunda era sombría estaliniana.

En el seno del cerebro de Stalin obnubilado por los accesos de la arteriosclerosis, en la forma insidiosa que caracteriza a la enfermedad de Álvarez, se instalan las alucinaciones, con su secuela de realidades fisiológicas; a menudo, la palabra se vuelve pastosa. Estos fantasmas desbordan el espíritu tan ágil y atento en el pasado. ¿Quién discutiría su genio? ¿No le proclaman infalible en sus juicios, en sus acciones? Una serie de órdenes terminantes parten en dirección a todos los Ministerios, donde siembran la confusión. El viento nuevo precipita, en efecto, a la URSS en una política nihilista, que no habrían desaprobado Trotski, Zinoviev ni Kamenev; se convierte en anticristiana, antisemita, antiamericana, antioccidental, anti todo. Stalin se reserva el campo de las disciplinas intelectuales, las ciencias, la filosofía y, sobre todo, la medicina. Van a doblegarse, marcharán a su paso.

Por mandato suyo, la Academia de Ciencias establece la primacía de los sabios rusos sobre los extranjeros, en todos los dominios de la ciencia médica. Una misión incumbe a los historiadores del régimen: revisar en esta materia los juicios emitidos por sus predecesores o bien en el extranjero y hacer de modo que las estimaciones de los descubrimientos de los investigadores rusos suplanten las de los artesanos médicos del resto del mundo. La enseñanza universal del francés Claude Bernard, de los alemanes Hermann Helmholtz y Rudolf Vischow, se ve así devaluada, borrada.

La presión ejercida por Stalin se nota hasta en la manera mediante la cual los sabios soviéticos deben efectuar y presentar sus trabajos. Los contactos informativos en el extranjero quedan prohibidos. Sus relaciones por correspondencia quedan sometidas al control policíaco. Únicamente se autorizan las referencias a los trabajos soviéticos modernos o rusos del pasado. Las menciones de los comunicados extranjeros quedan proscritas. Un grave peligro pesa desde este día sobre la ciencia médica soviética. Privada de todos los recursos extranjeros, fundamentales y esenciales al desarrollo del saber, dondequiera se halle, se ve amenazada de esclerosis, destinada a hundirse en un plazo más o menos largo.

Quien no acate con entusiasmo estos edictos, quien respingue, se expone a los castigos reservados para los rebeldes, para los traidores a la patria, para los espías: el aislamiento, la deportación, la muerte. El profesor Bikov, en la Academia de Ciencias, se ve promovido al papel de fiscal de los sabios. Él es quien detecta los incumplimientos, juzga y condena. Nadie queda protegido de sus rayos ni siquiera las más altas eminencias médicas, entre ellas las que el propio Stalin recompensó antaño. La señora Lina Stern, setenta y un años, profesora de Fisiología, conocida en el mundo entero por sus trabajos sobre la barrera hematoencefálica, premio Stalin de Ciencias, figura entre las víctimas de esta oleada de terror científico. Le reprochan hechos veniales: algunas citas extranjeras en una reciente comunicación, algunas cartas del extranjero recibidas a su nombre en la Academia de Ciencias.

Malenkov y Stalin.

La detienen una noche, en la primavera de 1949. Sometida a residencia forzosa en un lugar muy alejado de Moscú, que no conoce, vegetará cerca de cinco años en un cuarto estrecho, sola, alimentada a pan y agua, sin libros, sin papel ni lápiz, literalmente separada del mundo (1).

Así están las cosas en aquel mes de diciembre de 1952. Convertido en tirano enclaustrado voluntariamente, Stalin odia a los suyos. Incluso los medios políticos, sin embargo poco sospechosos de blandura ideológica, no hallan gracia a sus ojos. No ha efectuado más que dos breves apariciones en el XIX Congreso del Partido Comunista en octubre. En la apertura y en la clausura. La tarea de presentar el Informe, su privilegio hasta entonces, ha sido confiada a Malenkov, en quien los iniciados han saludado inmediatamente al príncipe heredero. La arenga de Stalin, que duró menos de diez minutos, permite a los más perspicaces de los delegados, notar hasta qué punto su elocución se había vuelto difícil. Desde entonces, los rumores circulan sobre el deterioro de su salud.

No obstante, reserva una sorpresa al mundo: la explosión pública de su delirio de la persecución. El asunto estalla el 13 de enero de 1953, con un breve comunicado, en última plana, en Pravda: «Hace algún tiempo, los órganos de la Seguridad del Estado han descubierto un grupo terrorista de médicos, cuyo objetivo era abreviar la vida de personalidades dirigentes de la Unión Soviética, por medio de un tratamiento nocivo». «La conspiración de las “batas blancas” ». Nueve facultativos se ven acusados de este modo. Sus nombres sorprenden a todos los soviéticos. Familiares del Kremlin, cubiertos de honores y de rublos (1). Cuidaban de altas personalidades, tanto del régimen como de los Partidos Comunistas extranjeros que, como el francés Maurice Thorez, viajaron a hacerse tratar sus dolencias en Moscú. Se les declara sospechosos de haber asesinado a Andréi Janov y Alexandr Chtserbakov, miembros del Polltburó fallecidos hacía un año aproximadamente, quienes parecían cardiacos notorios.

Ninguna prueba pública viene a apoyar la acusación. Stalin exige un proceso rápido. Los culpables deberán ser ahorcados, no fusilados. Previamente, el amo del Kremlin reclama confesiones. Y sabe cómo obtenerlas. «Golpes, más golpes, siempre golpes», le dice al juez encargado de preparar el expediente. Esta propensión a considerar las palizas como el supremo castigo se remonta a su Infancia, a la época en que Vissarión Dugashvili, su padre, repartía indiferentemente los golpes tanto sobre él como sobre Ekaterina, su madre.

Incrédulo, el mundo se pregunta sobre el significado que Stalin da a esta «conspiración», aparentemente Inventada. La reputación de los acusados, Internados en la prisión de Lefortovo, ha traspasado las fronteras. La lectura de la Prensa soviética no proporciona informaciones sólidas. Es preciso ser ruso, avezado a la lengua esotérica oficial, para poder descifrar los textos sibilinos. Se comprobaría entonces que los dos tercios de los presuntos culpables son judíos ¿No se empieza de nuevo a «masticar rabinos», en la URSS, como en la época de los pogrom? En cambio, los grandes titulares son claros. Se elogia en ellos a Lydia Timachuk, la radióloga en el hospital del Kremlin, quien habría hecho fracasar la conspiración de los médicos. Es miembro emérito de las formaciones de la Seguridad de Estado. Se la condecora con la Orden de Lenin, en recompensa a su vigilancia.

José Stalin: Existe un secreto rigurosamente velado: Stalin está a merced de una embolia en cualquier momento.

Timachuk no conserva largo tiempo su espacio en los titulares de los periódicos. Un ataque cerebral ha fulminado a Stalin. La noche del 28 de febrero de 1953, el jefe del Estado había convocado a cenar a sus cuatro chambelanes políticos, en su dacha: Kruschev, Bulganin, Malenkov y Beria. La velada se había prolongado, como siempre, con Stalin. Al día siguiente, éste no apareció por el Kremlin, ante la extrañeza de los guardias y secretarios. Pero nadie se atrevió a preguntar. Sólo en la noche de aquel 1° de marzo cuando un oficial de Seguridad llamó a los cuatro últimos comensales por teléfono. Acudieron a la dacha, y descubrieron a Stalin inerte, sobre una alfombra. Su dueño parecía anormal. Se ha liaba en coma.

Los profesores Mlasnlkov, cardiólogo del jefe del Estado, Konovalov, su neurólogo, dos amigos de los médicos acusados que aguardaban el veredicto que decidiría su destino, en Lefortovo, emiten el primer diagnóstico. Deja escasas esperanzas. Una arteria ha estallado en el hemisferio cerebral izquierdo. La hemorragia ha invadido todo este lado del cerebro. La hemiplejía paraliza en consecuencia y por completo el costado derecho del organismo. El uso de la palabra parece irremediablemente perdido. Pero hay algo más grave aún. Unos trastornos respiratorios afectan a Stalin. Además, un infarto del miocardio había acompañado al ataque cerebral.

Como no es posible trasladarlo, el enfermo será tratado allí mismo. Los ayudantes de los profesores Miasnikov y Konovalov, siete de los mejores médicos rusos acuden a toda prisa, provistos del material de urgencia. El electrocardiograma confirma el infarto, mucho más extenso que lo fueron los de 1945. Nuevos síntomas clínicos han aparecido, indicando que un cataclismo puede en cualquier momento terminar con Stalin. El pulso es galopante. Las funciones renales se trastornan. La uremia se agudiza. La progresión de esta crisis urémica se mide por la respiración entrecortada: marca una pausa prolongada, se reanuda, se acelera, disminuye, cede ante una nueva apnea, vuelve a reanudarse.

Este ritmo, al que se llama de Cheyne-Stokes, parece debido igualmente a una irrigación defectuosa del centro respiratorio a nivel del cerebro.

En su primer comunicado, los médicos no ocultan nada de este balance. «Es el cuadro clínico de un hombre que está agonizando», dicen sus colegas, en Occidente. Ignoran que una advertencia para el interior ha acompañado la publicación del boletín, en la Prensa rusa. «El tratamiento del camarada Stalin está colocado bajo la vigilancia constante del Comité Central del Partido Comunista de la URSS y del Gobierno soviético». Nadie concede la menor confianza, allí, a los hombres que defienden la continuidad de la vida.

Sin embargo, lucharán a fondo. Atacan la uremia que puede envenenar a Stalin. Y la insuficiencia cardíaca, que va en aumento. La tensión arterial se mantiene elevada. El ritmo cardíaco se acelera y se convierte en irregular. El corazón se dilata, sufre. Al mismo tiempo, los trastornos de las funciones cerebrales se acrecientan. La terapéutica resulta inútil. También es van a la destreza de los médicos. Estéril la aplicación permanente de oxígeno.

Se puede ser líder de millones de personas y acariciar un gatito. Lenin en el poblado de Gorki durante sus últimos años.

Durante cuatro días, Miasnikov y sus compañeros luchan, replican golpe por golpe, pero ceden terreno. Están defendiendo el honor de la medicina rusa.

A las ochenta y seis horas, despavoridos, derrengados, han de admitir que ya no pueden hacer nada más. Stalin parece recobrar la conciencia. Su hija Svetlana le estrecha su mano válida. Una enfermera intenta hacerle beber con una cuchara. Esboza un movimiento con los labios. ¿Una mueca? ¿Una sonrisa? Bruscamente, su rostro adquiere un tinte negruzco. Se ahoga. Su mano izquierda se alza y vuelve a caer. Son las nueve cincuenta minutos de la noche del 5 de marzo de 1953. Los rasgos faciales del jefe del Estado soviético se relajan, se petrifican. Stalin ya no maldecirá más, no golpeará más, no vociferará más. En la sala contigua, embriagado desde hace tres días, su hijo Vassili repite sin cesar: «Han matado a mi padre, han matado a mi padre».

El material de esta publicación forma parte del libro “Ces malades qul nous gouvernérent”, de Accoce y Rentchnlck. Derechos reservados para Ediciones Lamer Ltda. Por convenio con “Edltlons Stock”, París.©1984.
Material gráfico cortesía del diario “El Espectador”. Bogotá.









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